
Imagen por @sara_herranz
Cuando regresé, corrí por el pasillo hasta mi habitación dejándole atrás. Algo me empujaba. Quería alejarme de ese hombre que no era él para quedarme sola y disfrutar del vacío, respirar y sentirme yo misma de nuevo. Al entrar, fui directa a la cama. Me senté y me quité los zapatos despacio, recreándome en el placer que otorga desprenderte de un mal calzado para poner los pies sobre una suave alfombra de pelo largo, tan ajena a mi gusto pero tan en armonía con la habitación del hotel. Me permití estirarme por completo sobre ese colchón bien cubierto por sábanas sin arrugas, deseando salir de mi propio cuerpo.
Entonces lo vi.
Ese ramo de flores que tenía delante había aparecido de la nada. No había estado allí las anteriores noches. Me levanté y fui hasta la mesa en la que descansaba, dentro de un jarrón de vidrio verde. Era precioso, hasta para mí. Una mezcla perfecta de peonías rosas y tulipanes blancos que estaban lejos de parecer en armonía. Todas las flores querían salir a la vez del jarrón, cada una se agolpaba contra las demás, como si fuera un estallido de agonía. La viva imagen de mi alma contra mi cuerpo. Un fiel reflejo de mi pasado y mi presente.
Contenía una nota, enterrada en un sobre minúsculo. Lo abrí y leí sólo un nombre. Su nombre. Con eso bastaba. Di dos pasos hacia atrás. La nota se resbaló de mis dedos y cayó planeando. Deseé con todas mis fuerzas que desapareciera por combustión espontánea antes de que tocara el suelo. No fue así. Nunca era así. Y ni siquiera se quedó boca abajo. Su nombre continuó mostrándose, insultándome. Hiriéndome de nuevo. Él no estaba allí para mí, no ocupaba la habitación de al lado y no había venido a mi presente aunque sus flores lo hubieran intentado. Sólo un juego más, un retorcido juego para continuar atormentándome con su recuerdo. Lo único que nos separaba, lo único que le había llevado a abandonarme era que su naturaleza chocaba con la mía. Simple y doloroso, como su nombre escrito en una minúscula nota que se abría paso como un puñal por mi corazón. Nada cambiaba. Cada noche era lo mismo, en el mismo vacío lugar, entregándome a otro, vendiéndome. Éramos dos mitades que vagaban solas por el mundo pero que todavía se pensaban, se recordaban. Y él no estaba dispuesto a que yo lo olvidara.
Eso me consumía.
Me levanté y tiré el jarrón al suelo. Las flores liberaron sus pétalos dando otro color al desgastado embaldosado. Las peonías significaban un romance eterno, próspero y feliz. Los tulipanes eran una declaración sincera de amor. Una vez le confesé que me encantaban las rosas, pero que eran la típica flor que se regalaba. Rosas rojas, rosas, blancas, amarillas… Cada una tenía un significado dependiendo del destinatario y el mensaje. Pero siempre era el mismo tipo de flor. Siempre la rosa, cuando había miles de flores diferentes que podían igualar su belleza. Casi amenazarla, como lo hacían las peonías. Le expliqué que el verdadero romanticismo se escondía en el acto de ir a una floristería y elegir una flor que definiera con exactitud a esa persona a la que iba destinada.
Fue un comentario breve que murmuré en una tarde, dentro del coche, yendo a alguna parte. No esperaba que recayera en su subconsciente ni que me conociera tan bien como para elegir aquel ramo tan acertado y hermoso.
Y lo odié por eso. Por conocerme tan bien, por intentar quedarse más tiempo en mis entrañas para atormentarme con un amor que él veía bien en la distancia mientras yo no podía respirar en su ausencia. Me quería en mi concepto, sin adentrarse en mí. En mí interior, más allá de mi carne, más allá de donde se quedaban todos los demás.
Pisé las malditas flores y salí de la habitación dando un portazo. Estaba tan rabiosa por dentro, tan enfadada. Tan dolida. Era dolor físico. Nublaba mi mente. Su insidioso ramo lo empañaba todo, convirtiéndome en una rebelde capaz de intentar lo que fuera para que su recuerdo no me matara. Y sabía que mis pies me llevaban a una puerta que no quería golpear, pero mi orgullo había tomado los mandos de mi cuerpo y mi conciencia. Como cada noche, aunque esa fuera diferente, di varios golpes y esperé a que se abriera. Lo hizo enseguida, prueba de que me estaba esperando. Planté mis manos en su pecho y lo empujé para entrar en la habitación.
—Cada vez que cierro los ojos le imagino en algún lugar, muy lejos de mí —empecé a decirle a aquel tipo que ocupaba la habitación contigua a la mía, consciente de que no sabía de qué estaba hablando ni por qué hablaba, pero aún así continué revelando mi voz—: Está perdido, quizá con otras, pero se jacta y se burla de que es el único que conoce mi cuerpo. Anda por ahí, vanagloriándose de que fue el primero, el que me convirtió en lo que soy hoy y de lo que no puedo salir. Pero soy yo la culpable, porque fui yo misma quien le dio esa idea y que siempre sería suya. ¡No es cierto! Quiero castigarle por haberme abandonado. Quiero que vea que me ha perdido. Que no hay un centímetro de piel que no haya sido tocado por otros hombres.
Aquella atormentada verborrea salió de mi boca como el comienzo del discurso más humillante y deprimente que iba a ofrecerle a un hombre antes de meterme en su cama. Pero a aquel desconocido le dio igual aquella triste exposición de mi alma hundida. Puso sus manos en mis brazos, me los apretó de un modo posesivo, casi haciéndome daño por el instinto que yo había despertado en él con mis palabras y entonces acercó su rostro al mío. Y yo me dejé ir. Me abandoné a la situación, dejando un amasijo de carne femenina ante el antojo voraz de un desconocido con tal de que ese hombre borrara su nefasto recuerdo. No era la primera vez que me denigraba de ese modo ni sería la última que intentaba acabar con el pasado. Mi conciencia ya no existía. Se había ido difuminando con el tiempo, acostumbrándome al dolor y a la ira, e incluso a todo lo demás que me quemaba por dentro.
Él me arrojó sobre la cama con violencia. Un sólo golpe me hizo caer hacia atrás. Reboté en el colchón y me quedé tumbada, observando la habitación en la que me encontraba. Era muy parecida a la mía, la que quedaba al lado para poder dormir a solas cuando todo terminara. Las paredes de un tono ocre le daban un aspecto tostado a aquel lugar que apenas contaba con mobiliario. Sólo un feo cabecero y una silla abandonada en el rincón más cercano a la puerta.
Se quitó la camisa, el abundante vello negro le cubría la piel que se adaptaba a la desagradable forma que lucía su torso. Después se desabrochó el pantalón e hizo el resto para desnudarse y tumbarse a mi lado. Cuando se sintió preparado, rasgó el envoltorio de un preservativo y lo deslizó por su erección. Enseguida desvié la vista cuando no me satisfizo su forma ni su tamaño.
Me centré en desnudarme yo también. Me quité las bragas y las mandé al suelo, directas a un punto visible y de fácil acceso para recogerlas en cuanto aquello terminara. Después llevé las manos a la espalda y tanteé la cremallera del vestido para desabrocharlo. Él se echó sobre mí, llevando sus lánguidos dedos hasta la cremallera para ayudarme. La deslizó y empezó a bajarme el vestido hasta sacármelo por los pies. Lo dejó todo arrugado en el suelo, componiendo un charco de tela roja que parecía sangre.
Me empujó hacia atrás y cayó sobre mí para besarme, pero nuestros labios no conseguían ponerse de acuerdo siguiendo un mismo ritmo. Él picoteaba con violencia en mi boca y yo intentaba llevarle sin éxito a una cadencia lenta que me hiciera deleitarme en el beso. Cansada de luchar, me aparté de sus labios e incrusté la cabeza en su hombro. Abrí mis piernas y él empujó, penetrándome con dificultad. No estaba húmeda, ni siquiera relajada. Pero enseguida empezó a embestirme con sacudidas desesperadas bajo el único propósito de satisfacer su propio deseo.
Sus labios me rozaban el pecho, pero no sentía nada. Sus manos me tocaban, pero no me acariciaban. Su peso me aprisionaba, hundiéndome en el colchón, y yo intentaba rebuscar en mi interior para perseguir cualquier atisbo del camino que me condujera a la excitación. Echaba de menos ese deseo, el calor. La calidez. La perseguía incesantemente, pero cada vez que escuchaba sus jadeos y sentía su baboseo en mi cuerpo algo en mí se apagaba y me abandonaba.
No iba a ser esa noche. Ni ninguna otra. No sabía cuándo volvería a suceder, cuándo volvería a sentir.
Doblé las rodillas y me abrí aún más. Él se endurecía con cada acometida, pero no me miraba a los ojos. No decía mi nombre. No acertaba con mi cuerpo abandonado a su deleite. Aunque yo tampoco hacía nada para cambiar la situación. No balanceaba mis caderas para adaptarme a su ritmo. No le tocaba apenas. Ni siquiera respiraba porque detestaba su olor. Un olor fuerte y masculino que era incapaz de tragar por alguna razón.
En definitiva, sólo era una molesta fricción. Giré la cabeza y vi el sobre encima de aquella silla abandonada en el rincón de la habitación. Era más grande que aquel que contenía la nota que me había destrozado. Y más ancho. Los billetes que contenía casi salían de él y me guiñaban un ojo.
Volví a mirar al techo.
De pronto gruñó como si le hubiera dolido quedarse seco y salió de mí sin sutilezas. Cuando vi cómo se giraba alzando una mano para acariciar mis pechos expuestos y pegajosos por el sudor que él me había traspasado con el roce, me levanté.
—¿A dónde vas? —masculló, molesto, con una voz tosca.
—A lavarme.
Me encerré en el baño tras caminar con pasos lentos por culpa del dolor que sentía en las piernas. Abrí el grifo de la ducha y me metí debajo. Cambié la manivela para que el agua saliera caliente, casi ardiendo. Quería quemarme y que el vapor envolviera el baño y la realidad para que así me arrancara el sudor que había absorbido de aquel tipo que había gruñido al vaciarse en mí.
Eché la cabeza hacia atrás y el agua hirviendo mojó mi frente, mis ideas y mi ira. Descendió por mi cuerpo hasta empapar mi cansado corazón. Después mi estómago, el que se revolvía por lo que me había atrevido hacer una vez más y, por último, mis rizos más íntimos, mi sexo colmado no precisamente por él.
—Ya no soy tuya… —murmuré una noche más, como si aún pudiera oírme.
Me senté en el plato de ducha mientras el agua caliente seguía impactando contra mi cuerpo. Ese cuerpo que ya no le pertenecía. Una lástima que todo lo demás, lo que el agua de la ducha quemaba a su paso, jamás pudiera quedárselo otro.
Rodeé las piernas con mis brazos, pegué la frente a las rodillas y lloré en silencio.

Sobre mí
Me llamo Silvia Lambda. Tengo 25 años y soy farmacéutica. He aquí el contraste entre mi profesión científica y mi vocación creativa. Pensaba que era incompatible compaginarlas, pero ahora sé que se complementan a la perfección gracias a una musa valiente que no me deja en paz y me obliga a escribir, a sacar todos los personajes que llevo en la cabeza. Y puestos a contar historias, ¿por qué no hacerlo a lo grande? Si estás aquí es para realmente maravillarte con la lectura, a eso quiero dedicarme.
¿Nos seguimos? @SilviaLambda
d las q he leido esta me encanto tu tienes un don muy bonito para escribir novelas todas tienen su picante ries lloras y te enojas pero en cada palabra y parrafo disfrutas de la historia Esta super novela No sere tuya, me encanto y desde que la empece a leer, ya no pare hasta terminar, me enamore de Ally
Me encanta!
Me alegra ver que as vuelto con fuerza,espero que todo lo demás que este por llegar sea tan bueno y estupendo como esta microhistoria, gracias y sigue así
Muchas gracias … Estoy feliz de que sigas con tus historias tan increibles y que nos hagas participes de ello !!!