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Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9 ¡ÚLTIMO CAPÍTULO!
Capítulo 1
—¿Estás segura de que nadie vive aquí? —me preguntó Oliver mirando a su alrededor.
Había muebles viejos repartidos por todo aquel primer salón, orientados hacia una televisión que funcionaba perfectamente. Había red eléctrica y calefacción, incluso la cama del primer dormitorio estaba caliente y deshecha como si alguien acabara de levantarse y se hubiera tenido que ir corriendo a alguna parte.
—¿Crees que deberíamos llamar a la policía? —le dije al darme cuenta de que esa casa, que llevaba años sin ocuparse, podía tener un inquilino ilegal.
—Antes echaré un vistazo —indicó soltando las maletas en el suelo.
Desapareció por el pasillo para inspeccionar cada una de las habitaciones que componían aquella casa que yo había heredado años atrás. Jamás me había olvidado de la mansión del acantilado, ni siquiera aunque estuviera alejada de la civilización, a las afueras de un humilde pueblo costero que la veneraba como una brillante joya en lo alto de un precipicio.
Sin embargo, no había querido conocer ni admitir como mía esa lujosa posesión hasta hoy. Casi me parecía normal que otros, posiblemente okupas, la hubieran tomado como propia durante esos años. Era un caramelo fácil y accesible, una casa abandonada con espectaculares vistas que yo, su única dueña, no echaba en falta.
—Aquí no hay nadie —afirmó Oliver a su vuelta—. De todas formas cambiaremos las cerraduras.
—¿Y a quién le pedirás que haga eso? ¿Acaso no ves que estamos en la nada? —dije refunfuñando.
—El pueblo solo está a quince minutos andando, Elia. Intenta relajarte.
Me crucé de brazos y aguanté todo el aire que me cupo en los pulmones.
—Solo quiero irme de aquí —revelé—. Oliver, por favor, vámonos.
Él me ignoró por completo. Se acercó a las larguísimas cortinas que tapaban toda la pared que yo tenía delante y dio un fuerte tirón para abrirlas. Las imponentes vistas del océano embravecido y el cielo gris que lo envolvía me dejaron sin palabras.
—Por esto estamos aquí —dijo él con fuerza al contemplar aquella vista de la naturaleza—. Vamos a ganar mucho dinero con esta propiedad.
De repente, al escucharle decir eso, el nerviosismo que había llenado mi cuerpo durante todo el viaje que habíamos realizado se transformó en ansiedad. Y después vino la rabia. La expulsé contra él sin pensármelo. Le di un golpe seco en la espalda con ambas manos y me hice a un lado cuando se dio la vuelta.
—¡Solo te importa esta maldita casa y lo que puedas ganar con ella! —le grité, enloquecida—. Que hayamos pasado horas en el coche para venir aquí no ha sido para vender esta maldita casa, sino para que yo pueda resolver mis problemas, ¿lo recuerdas, Oliver?
Mis chillidos enrabietados dieron rápidamente paso a un silencioso lamento. Quería llorar después de haberme enfadado con él. Últimamente era así de voluble, había perdido el control por completo. Me había abandonado a la inestabilidad de mi mente y Oliver lo sabía. Por eso habíamos acordado hacer ese viaje, ir al punto inicial de mis dilemas: esa casa que mis padres biológicos me habían dejado en su testamento aunque nunca los hubiera llegado a conocer. Confiaba en que quizá podría encontrar respuestas sobre mis arrebatos y mi falta de cordura.
Él sabía lo doloroso que era para mí estar allí, lo que arrastraba, lo que temía que volviera a suceder en mi vida. Oliver lo sabía todo, pero sólo se centró en lo harto que estaba de mis constantes cambios de humor y de mi nerviosismo.
Se fue a una habitación apretando la mandíbula para no acabar manteniendo una dura discusión conmigo. Incluso cuando lo único que yo ansiaba era que me abrazara, que fuera el marido comprensivo que había sido en el pasado y me prometiera que se quedaría conmigo pasara lo que pasase, aunque no me lo mereciera.
Abrí uno de los ventanales que hacía la función de puerta y pasé a la vertiginosa terraza. Salí al exterior en busca de aire fresco o algo que me hiciera sentir mejor. Debía aceptar que tenía que controlar mis impulsos, dejar de exaltarme por cualquier comentario que me pusiera los pelos de punta. Pero tenía asumido que, desde mi despido, todo había dejado de tener sentido. Me acercaba a la vorágine de nuevo, a ese tiempo que deseaba no repetir, ese pasado que siempre había jurado dejar atrás pero que volvía de repente para impactar contra mí de nuevo.
Me agarré con fuerza a la barandilla de la terraza al sentir el nudo en mi estómago. Enseguida me di cuenta de lo peligroso que era ese balcón, la casa no se vendería tan fácilmente en el caso de aceptar hacerlo. Era lujosa y aislada, pero también retaba a los más audaces a vivir en lo alto de un precipicio, sobre las rocas y el ensordecedor ruido del agua al golpearlas.
Me reté a mí misma a soportar echar un vistazo hacia abajo. El vértigo me atizó al instante en la barriga. Había demasiada altura como para estar allí sin marearse o sentir la peligrosidad del acantilado. Las olas cubrían su base durante unos segundos, llenándolo de espuma, hasta que eran arrastradas de vuelta al océano. Me empiné un poco más, sólo un poco sobre las puntas de mis dedos para observar algo que creía haber descubierto entre aquellas rocas pero que no llegaba a visualizar bien. Tuve que esperar y forzar la vista un poco más para distinguir lo que estaba siendo arrastrado por las olas.
De repente, la espuma lo hizo emerger como si el propio agua pretendiera sacarlo del océano, y entonces lo supe. Era el cuerpo de una mujer, o más bien su cabeza. Era lo único que salía a flote, su cabello castaño zarandeándose por culpa de las violentas ondas del agua y sus manos meciéndose duramente al compás del mar.
Me di la vuelta y entré en la casa gritando el nombre de mi marido e intentando pronunciar a trompicones lo que acababa de ver. Oliver salió en mi búsqueda enseguida, pidiéndome que explicara mis gritos, pero cuando se asomó por la barandilla para observar lo que estaba ocurriendo en la base de aquel acantilado, ya no quedaba nada. El océano se la había tragado.
Capítulo 2

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La casa se llenó de policías y profesionales del Salvamento Marítimo. Utilizaron el salón para colocar todo el material necesario para descender desde nuestra terraza hacia la base del acantilado. Era el único camino para acceder al punto exacto en el que yo había visto a la mujer ahogándose.
—No encuentran nada… Ellos no van… —susurró Oliver. No supe si se lo decía a sí mismo o a mí, así que me aparté y me senté en un butacón que estaba en una esquina del salón, totalmente apartado de aquel jaleo.
Me tapé la cara con las manos y recosté los codos sobre mis rodillas. No quería ver a tanta gente preocupada, malgastando recursos y arriesgando sus vidas al descender por un acantilado por algo que yo había visto y que ya no me parecía real.
—Elia —me nombró Oliver, sentí su cálida mano posarse en mi hombro—. La encontrarán, deja de preocuparte.
Destapé mis ojos y le miré al escuchar cómo se contradecía una y otra vez. Él era un hombre atractivo que nunca sonreía. Siempre mantenía las formas, no se dejaba llevar por el miedo o la preocupación. Solucionaba los problemas sólo cuando se presentaban. Era fuerte, determinado, pero extremadamente simple. Nada, nunca, le sacaba de sus casillas, nada le perturbaba, nada le hacía gracia o feliz. Oliver era una roca como las del acantilado, se mantenía firme ante todo. Incluso cuando veía la pérdida de la cordura en mí.
—¿Y si han vuelto las visiones? —murmuré, aguantando la respiración—. Oliver, ¿y si mi mente lo ha imaginado todo?
Cerró su mano, apretándome el hombro con mucha más fuerza. Su cara no me decía nada, era difícil saber qué pensaba. Aunque yo sólo deseaba que me consolara, que me dijera que todo iba a salir bien, que mi mente estaba bien. Pero se quedó callado, sosteniéndome la mirada sin saber qué decir.
—¿Elia Ibarra? —saltó un policía por detrás de Oliver—. ¿Es usted la que nos ha llamado?
Asentí con la cabeza. El hombre se sacó inmediatamente una libreta del bolsillo trasero del uniforme.
—¿Podría volver a decirme qué ha visto exactamente?
Solté una bocanada de aire al sentir el corazón en la boca.
—Era una mujer… —dije—. Su pelo era castaño, se estaba hundiendo entre las rocas.
—¿Castaño como el suyo?
Inconscientemente me miré un mechón de pelo y asentí. Después me levanté de un impulso para continuar con las preguntas, pero Oliver se interpuso entre el policía y yo.
—Quizá sea mejor que dejen de buscar si no han encontrado nada —dijo—. Es muy peligroso lo que están haciendo y con todo ese material se puede dañar la estructura de la casa, de la terraza.
Fruncí el ceño al escucharlo. De nuevo, las únicas preocupaciones de mi marido eran con la venta de esa casa que nada tenía que ver conmigo, aunque hubiera pertenecido a unos padres que se habían deshecho de mí al nacer.
—Desgraciadamente no se puede llegar por mar al lugar que nos ha señalado su mujer —contestó el policía—. Y es importante que sigamos buscando si alguien ha resultado herido, ¿o es posible que quieran cambiar la declaración?
Miré al suelo intentando saber qué diablos contestar. Aún sentía el corazón en la garganta, y quería confiar en lo que había visto, quería confiar en mí pero eso no me había dado buenos resultados en el pasado. Quizá por eso Oliver contestó en mi lugar.
—Puede que haya sido una equivocación, agente. Mi mujer estaba un poco nerviosa, acabábamos de llegar después de un viaje muy largo y esta casa no simboliza nada bueno para ella.
El policía dio un golpe a su libreta para cerrarla y la devolvió a su bolsillo trasero.
—En el pueblo nos preguntábamos cuándo volvería a tener inquilinos —indicó—. Es una casa majestuosa.
Echó un vistazo por el salón para después hacerle una señal a sus compañeros para que recogieran todo. La mayoría se le quedaron mirando como si no entendieran el freno a la búsqueda.
—No ha habido ninguna denuncia de desaparición, nadie ha echado en falta a una mujer con el pelo castaño como el suyo, Elia. Así que es probable que sólo haya sido algo que el mar ha arrastrado. Tal vez, algas.
Oliver se cruzó de brazos, aceptando la conclusión del policía. Después se disculpó por todo el despliegue que habían realizado por culpa de mi llamada de emergencia. Yo me quedé observando anonadada el trasiego de personas y material marítimo, y entonces me ruboricé. Se habían movilizado por completo para rescatar a alguien que bien podría haber sido un manojo de algas que mi desequilibrada mente había confundido con un cuerpo sin vida, hasta que me di cuenta de algo.
—Ha dicho que nadie ha ocupado esta casa, pero todos estos muebles, la calefacción, la cama… —murmuré—. Alguien ha estado viviendo aquí.
El policía volvió a mirar a su alrededor. Esta vez se desplazó hacia la puerta que conducía al dormitorio principal. Allí vio las sábanas revueltas sobre el colchón, las conexiones de cables que habían hecho para instalar un pequeño televisor allí y quizá un par de toallas en el suelo del baño individual al que daba esa habitación.
—Si no se sabe quién ha estado viviendo aquí, si no se conoce a esa persona, es posible que tampoco se sepa nada de su desaparición —insistí, hilando argumentos que quizá no tenían sentido.
Aún así, el agente volvió con nosotros y vi en su rostro que, al menos, iba a hacer un esfuerzo por entenderme.
—¿Insinúa que quién ha estado viviendo ilegalmente en esta casa ha podido arrojarse al mar desde la terraza?
Sin intentar razonar todo aquello, asentí con la cabeza. Oliver rápidamente se entrometió.
—Agente, tiene que disculpar a mi mujer. Elia tiene un desorden mental, imagina y ve cosas que en realidad no existen. Todo esto es simplemente un malentendido.
Escuchar la descripción que mi marido hacía de mi problema me provocó una oleada de malestar. Agaché la cabeza entre los hombros.
—¿Qué tipo de desorden mental? —se interesó el policía.
Esta vez, Oliver me dejó que yo lo explicara haciéndome una señal. Después de todo, él nunca lo había entendido del todo.
—Al principio pensaron en que era un tumor cerebral lo que me provocaba las alucinaciones, pero después me diagnosticaron esquizofrenia —empecé a decir—. Como no respondí a la medicación, lo descartaron. Con el tiempo, las alucinaciones desaparecieron por sí solas así que no saben lo que tengo.
—¿Y ahora han vuelto esas… visiones?
—Es probable —contesté al policía—. Lamento que hayan tenido que hacer todo esto, pero realmente vi a esa mujer allí abajo, entre las rocas.
El agente resopló al darse cuenta del trabajo realizado. Definitivamente avisó a los de Salvamento para que pararan, explicando que se trataba de una falsa alarma. Después volvió a mirarme, y me sorprendí al no notar resignación ni enfado en sus ojos. Sólo había curiosidad.
—¿Y por qué están aquí? ¿Por qué han venido? —nos preguntó.
—Porque debo encontrar a alguien que puede ayudarme… Vive aquí, en el pueblo —expliqué—. Tal vez pueda darme alguna explicación sobre mi problema.
Le dije el nombre de la persona que buscaba y al momento supo a quién me refería. De repente sus ojos curiosos se volvieron compasivos, incluso preocupados, y supe que iba a arrepentirme de haber vuelto a casa.
Capítulo 3
Aquel agente de policía me llevó en su coche hasta el lugar que estaba buscando mientras Oliver ponía una denuncia en la comisaría, él quería que investigaran la invasión de la casa del acantilado. No me dolió que no me acompañara. En realidad deseaba ir sola, sin tener que preocuparme porque mi estable marido viera cómo mi interior se rompía por la ansiedad que me producía encontrarme con una hermana que no conocía.
—¿Qué es este lugar? —le pregunté cuando un montón de chapa pintada de rojo apareció delante de mí.
—Es una nave que utilizan como club nocturno —explicó el agente de policía—. Ella trabaja ahí, estará dentro.
Abrí la puerta y salí del coche. El agente se me quedó mirando desde el interior con esos repentinos ojos preocupados que no era capaz de retirar.
—Es de día… —le dije—. ¿Estará abierto?
Él asintió.
—Todas duermen por el día.
Fruncí el ceño al no comprender lo que me quería decir.
—Es un prostíbulo —aclaró—. Tu hermana es… prostituta. Ella y otras chicas viven en esa nave por el día y trabajan ahí por la noche.
Tragué saliva y le di las gracias a trompicones.
—Esperaré, ¿de acuerdo? —dijo.
—No es necesario —indiqué—. Puedo volver andando, o llamaré a Oliver para que me recoja cuando termine.
—Como quieras —contestó arrancando el motor del coche patrulla—, pero ten cuidado en ese sitio.
Me di la vuelta y me dirigí a la que parecía la entrada. No era más que un cierre comercial mal atrancado. Di un par de golpecitos para llamar pero, al ver que nadie contestaba, empujé el cierre hasta que me dejó paso.
El interior estaba totalmente a oscuras a pesar de que, fuera, el sol se hubiera abierto paso entre las nubes y hubiera dejado una tarde cálida y agradable.
Todas las paredes contaban con luces fluorescentes que estaban apagadas, ya que el club aún no había abierto sus puertas. Llegué a una sala principal que tenía una pista de baile y dos barras para servir bebidas. También había una especie de escenario no muy grande al final y un montón de balconcitos privados suspendidos en lo alto que daban un aspecto más privado, como si se tratara de los palcos de un teatro. Todo parecía indicar que ésa era la temática que perseguían, simular un elegante teatro, pero los elementos que lo componían eran cutres y estrambóticos, lo que me hacía recordar rápidamente el antro en el que me encontraba.
Alcé la voz, preguntando si alguien podía atenderme, pero no escuché nada que no fueran unas pisadas. Pies repiqueteando en el suelo como si una o varias personas estuvieran huyendo de mí, corrían a toda velocidad. Intenté seguirlas haciendo uso de mi sentido del oído, pero a veces también me causaba problemas cuando las alucinaciones eran auditivas, así que decidí guiarme por mi instinto.
Subí unas escaleras que daban a un pasillo estrecho, y ahí vi a una chica correr hasta una puerta. Pasó dentro y la cerró con todas sus fuerzas, provocando un ruido horrible que me hizo replantearme la razón por la que estaba allí. Se trataba de un prostíbulo, completamente desprovisto de luz y donde nadie quería recibirme ni hablar conmigo. Pensé si era buena opción seguir a la chica, pero aún así agarré el pomo de aquella puerta por la que la había visto entrar y la abrí sin más.
Al dar un paso para entrar, sentí un fuerte golpe en la cabeza. Al instante, los oídos empezaron a pitarme y me dejé caer de rodillas en la moqueta roja que cubría el suelo. Me llevé las manos a la cabeza, justo donde dolía, y toqué la herida antes de sentir la sangre recorriéndome la mitad de la cara. Delante de mí estaba ella, esa chica negra, únicamente vestida con unos pantalones cortos y un sujetador morado sosteniendo una botella de vidrio que no se había roto al impactarla contra mi cráneo.
—¿¡Qué coño has hecho!? —le gritó alguien, una voz femenina, que salía desde otra parte de la habitación que yo no visualizaba. Apenas era capaz de discernir qué estaba pasando.
—¡Es una poli! —contestó mi agresora—. La he visto delante, estaba en un coche patrulla observando la entrada.
De pronto, alguien me sostuvo por la espalda. Metió sus brazos por debajo de mis axilas y me arrastró por la moqueta hasta que mi dolorida cabeza se recostó sobre un cojín. Después supe que quién me arrastraba era la otra voz. Se colocó delante de mí para inspeccionar el golpe. Era otra chica, mucho más joven que mi agresora.
—Le has hecho un buen corte —le dijo—. ¿Por qué no la has dejado en paz? Sólo nos habría puesto una multa, pero ahora vas a tener problemas de verdad.
Vi cómo cogía un colorido pañuelo de tela y me lo ponía en la herida. Mientras lo hacía, yo la agarré del antebrazo e intenté hablar sin parecer una mujer indefensa que estaba tirada en el suelo con la cara ensangrentada.
—No soy policía… Yo… Estoy buscando a Laya…
Apartó el pañuelo de mi cabeza y contestó:
—Soy yo. ¿Qué quieres?
De inmediato analicé su rostro, ignorando por completo el aturdimiento del golpe. Ella y yo sólo nos parecíamos en los ojos, los teníamos de color ámbar. Ese era nuestro rasgo más notable, pero por lo demás era tan corriente como yo aunque sus rasgos fueran diferentes.
—Yo… soy Elia… —murmuré—. Soy tu hermana mayor.
Abrió los ojos de par en par durante unos segundos y se levantó rápidamente del suelo para apartarse de mí. Después miró a la chica negra y la empujó de mala gana hasta sacarla de la habitación.
—Siento lo del botellazo… —pronunció una vez a solas, aunque sin mirarme—. Sabía que tarde o temprano vendrías. Es por la casa del acantilado, ¿verdad?
Me incorporé un poco.
—¿Eres tú la que ha estado viviendo allí? —pregunté.
Ella se giró para mirarme por fin y asintió con la cabeza sin temor.
—¿Te lo ha contado alguien y has venido a echarme?
—No, en realidad he venido a conocerte —expliqué—. Lo de la casa ha sido una sorpresa, pero a fin de cuentas es más tuya que mía.
Extendió sus brazos, ofreciéndomelos para ayudarme a levantarme. Me mareé al ponerme de pie, pero al menos la sangre ya no correteaba por mi cara.
—Mis padres decidieron dártela a ti, es tuya —indicó con una voz demasiado severa para los veinte años que aparentaba tener—. Eres la hija que dieron en adopción, a la que nunca volvieron a ver y a la que intentaron compensar. Pero como puedes ver, éste no es un lugar muy bonito en el que quedarse. Por eso me permití ocupar tu casa.
Continuó hablando, explicándome que aquella habitación era una de las tantas que ocupaban aquel primer piso. Habitaciones con moquetas rojas y camas redondas con sábanas doradas para dormir por el día y prostituirse por la noche. Estaban algo sucias y eran excéntricas para cuadrar con la temática de aquel club de alterne.
—Estoy aquí por una razón, Laya —murmuré—. Necesito que me ayudes y, si lo haces, puedes quedarte con la casa del acantilado. La pondré a tu nombre, quédatela o véndela.
Inclinó la cabeza y entornó los ojos, y yo casi me reconocí en aquel gesto.
—¿Qué necesitas? —dijo sin más.
—Cuéntame mi historia, háblame de ellos, de… mis padres. Merezco saber qué pasó conmigo para entender qué me está sucediendo ahora.
Capítulo 4
Laya quiso que habláramos lejos de la nave pintada de rojo. Decía que no le gustaba hablar del pasado en un lugar tan presente en su vida como era aquel prostíbulo. Así que bajamos a la playa y no tardó en quitarse los zapatos para que sus pies acariciaran la arena. Físicamente era una cría de veinte años, extremadamente delgada y fanática de las mechas de colores. Conté al menos seis tonalidades distintas en su cabello mientras la seguía por la arena, pensando que su fuerte personalidad no casaba con aquel menudo cuerpo recién salido de la adolescencia.
—¿Te parece bien aquí? —dijo sentándose en un punto cualquiera de la inmensa playa.
Me senté con cuidado de no tocar la arena con las manos. Estaba húmeda por el mal tiempo de la mañana aunque el sol se hubiera dignado a calentar lo que quedaba de día. Desde allí se veía la casa de mis padres biológicos imperando desde lo alto del acantilado, tan inalcanzable como ellos.
—Lo primero que tienes que saber es que eran unos yonkis de mierda, los dos —soltó de repente—. Se metían de todo, pero sobre todo eran adictos a la heroína. Eso eran mis padres, unos yonkis.
Cogió un puñado de arena y empezó a pasárselo de una mano a otra, intentando hacer una pequeña pelota mientras observaba el océano que teníamos delante.
—Aunque… se querían —añadió—. Se querían de verdad. Estaban locos el uno por el otro, eso te lo puedo asegurar.
Quise hacer preguntas pero me mantuve en silencio, sentía que tenía que dejar que ella me contara todo paso por paso, pues aunque no lo pareciera debía dolerle que ellos ya no estuvieran en su vida.
—Cuando mi madre se quedó embarazada, supieron con toda seguridad que no podrían darte la vida que merecías. ¿Cómo iban a cuidar de un bebé si ellos no eran capaz de cuidarse a sí mismos?
—Jamás pensé que esa fuera la razón para darme en adopción, aunque sea siempre la más obvia en estos casos —señalé.
—Lo dices por la lujosa casa que te dejaron ¿no? Ya, supongo que eso te hizo pensar que eran gente rica que, en realidad, no querían un bebé y punto.
Moví la cabeza para asentir despacio como si Laya hubiera leído mis pensamientos más íntimos.
—Cuando te dejaron comenzó la peor etapa de sus vidas. Al menos, emocionalmente. Se arrepintieron, pero no de haberte dejado, pues ésa había sido la mejor decisión que habían podido tomar, sino de no haber tenido otra opción. Así que intentaron desintoxicarse, se lo tomaron en serio. Hasta montaron un negocio, algo cutre al estar relacionado con el esoterismo pero las cosas les fueron bien. Después compraron la casa del acantilado cuando supieron que ella volvía a estar embarazada.
Soltó la pelota de arena que había creado y le dio un pisotón hasta aplastarla como a un cigarrillo.
—Creían que yo te sustituiría —añadió con la voz ronca. Carraspeó antes de seguir—. Llevaban años llorando por ti, y pensaron que al tener otra niña sería como formar por fin la familia que habían dejado atrás. Pero no fue así, seguían recordándote, siempre pensaban en ti y hablaban de ti, de cómo sería tu vida, de cómo te tratarían tus padres adoptivos… Al final, el pasado los atrapó, volvieron a engancharse a las drogas y un día se salieron de la carretera. Los dos iban hasta las cejas de heroína cuando se mataron en ese accidente.
Laya escondió la cabeza entre los hombros y dejó de mirar el mar para observar sus pies hundiéndose en la arena mojada. Sentí la necesidad de tocarla, de intentar algún gesto para consolarla, pero me detuve. Por mucho que compartiéramos la misma sangre, sólo éramos dos desconocidas que no sabían cosas tan simples como si una caricia la reconfortaría o la agobiaría.
—¿Cuántos años tenías cuando ocurrió el accidente? —decidí preguntarle.
—Dieciséis. Me dejaron sola.
Dio un patada al aire aún sentada y se echó hacia atrás para quedarse tumbada sin que le importara lo más mínimo que todo su cuerpo quedara expuesto al toque de la humedad de la playa o que su pelo se llenara de arena.
—¿Por eso te… prostituyes? ¿No tienes más familia ni dinero?
Movió la cabeza y me miró con una media sonrisa irónica.
—¿Creías que lo hacía por diversión? —Se rió con sarcasmo—. No tengo más familia a parte de ti y sí, me dejaron dinero. Heredé sus ahorros mientras que a ti te dejaban la casa. Al principio me sentó muy mal, esa casa vale una fortuna comparada con lo que me dieron. Así que me asenté allí un tiempo, a fin de cuentas había sido mi casa, hasta que un par de polis consiguieron echarme y cambiaron las cerraduras.
—Laya… de haberlo sabido habría permitido que te quedaras con la casa.
Hizo una mueca como si diera igual.
—Qué más da, conseguí forzar la cerradura y duermo allí de vez en cuando. Pero cambiemos de tema, ya te he contado de dónde vienes, ahora háblame de tu vida —ordenó—. No sabes la curiosidad que he sentido siempre por saber cómo ha sido.
Tragué saliva y suspiré muy rápidamente antes de empezar a hablar.
—Fue la típica adopción. Una pareja con un buen nivel de vida, amables. Me querían.
—¿Aún viven?
—Sí, pero no tengo mucho trato con ellos. Nos llevamos bien y hablamos de vez en cuando, pero eso es todo.
Laya alzó una ceja y me dispuse a explicárselo.
—Me internaron con doce años en un sanatorio mental. Tenía alucinaciones y no sabían por qué. Salí a los dieciocho cuando desaparecieron o, al menos, disminuyeron. Pude empezar una carrera universitaria, mis padres me pagaron todos los gastos pero yo aún les guardo rencor por aquel encierro durante toda mi adolescencia. Eso nos distanció.
—¿Tenías alucinaciones? —me preguntó con sorpresa.
—Sí, y creo que están volviendo… —confesé con la voz compungida—. Hace un mes me despidieron de mi trabajo. Era un buen puesto, me gustaba. Una mañana estaba en una reunión a solas con mi jefe y yo… Le vi, Laya. Le vi tocándome. Sentí cómo me besaba, cómo me apretaba contra él.
—Acoso laboral, ¿lo denunciaste?
—Sí, pero había cámaras en la sala en la que nos reuníamos. Cuando la policía me mostró el vídeo… allí no ocurrió nada. Yo estaba parada sin más delante de él, como una estatua durante toda la reunión mientras él hablaba. No estaba trucado, no era falso. Simplemente nunca sucedió, yo… lo imaginé.
—Y a parte de esa alucinación, ¿has tenido otras?
Volví a soltar una bocanada de aire antes de confesar.
—Esta mañana desde la terraza de la casa he visto cómo se ahogaba una mujer entre las rocas.
Laya se incorporó despacio para cogerme de las manos, las unió y buscó mi mirada con una inmensa sonrisa feliz en la cara antes de decir:
—Bienvenida a esta maldita familia de locos, hermana. Te explicaré qué es lo que has visto.
Capítulo 5
El sol aún bañaba la playa, pero el viento había vuelto para revolvernos el pelo a Laya y a mí. Apenas podía concentrarme en lo que ella intentaba decirme. Era complicado, imposible.
—No es una enfermedad —pronunció, convencida—. Esas visiones son… otra cosa. Es un don. —Se recogió un par de mechones detrás de las orejas, pensando en ejemplos que ponerme para que lo entendiera—. Crees en el instinto, ¿verdad? Todo el mundo lo tiene, pero no todo el mundo lo escucha.
—¿Qué intentas decirme, Laya?
Estaba impacientándome. De repente ya no estaba cómoda en aquella playa. El viento me molestaba y empezaba a agobiarme la humedad de la arena empapando mis pantalones.
—Hay gente que es capaz de sentir o intuir lo que otras personas van a hacer, cómo van a responder o lo que va a ocurrir. Es algo que se sabe de forma ilógica, no tiene sentido, pero se sabe sin más. Contigo ese instinto es exagerado, tú eres capaz de ver lo que otros quieren hacer.
Entorné los ojos al intentar comprenderlo. Los de Laya brillaban con fuerza, ese color ámbar que compartíamos casi parecía deslumbrar. Estaba entusiasmada por aquella extraña explicación que estaba dándome.
—No pienses que intento decirte que ves el futuro o lees la mente de las personas porque no es así —añadió—. Tus visiones son el resultado de la voluntad de otras personas, no de sus pensamientos. Ves lo que quieren y desean hacer aunque a veces no lo lleven a cabo.
—¿Qué coño estás intentando decirme? —Me cabreé—. ¿Crees que mi jefe quería acostarse conmigo y por eso yo lo vi? ¿Lo sentí?
Movió la cabeza para afirmarlo y entonces apareció una sonrisa en su cara. Aquello le divertía y no sabía si era porque se estaba burlando de mí o porque le hacía gracia haber predicho que yo reaccionara de esa forma.
—Tu jefe realmente debía querer hacerlo para que tú obtuvieras una visión tan clara —afirmó—. Yo también puedo ver cosas, Elia. Es hereditario. Nuestro padre empezó a drogarse para dejar de sentir, dejar de ver la voluntad de todo el mundo. Es peor que leer la mente porque nunca sabes si es sólo un fuerte deseo o si realmente están decididos y lo van a llevar a cabo.
—Pero desaparecieron… No tuve más visiones cuando cumplí los dieciocho.
—Eso crees, pero cosas tan simples como alguien corriendo por un parque es en realidad una persona que simplemente está sentada en un banco pero planea salir a correr cualquier día. Las visiones no te han abandonado, Elia, simplemente empezaste a verlas como algo normal. Las confundes con la realidad.
Me levanté de la arena cuando el cerebro se me colapsó, pero ella continuó hablándome.
—El negocio que mis padres emprendieron era sobre esto. Utilizaron ese don para lucrarse porque él siempre acertaba.
—¿Y tú? ¿Tú también te lucras con esta tontería? —arremetí contra ella.
Se levantó conmigo, haciendo una mueca como si se esperara mi ataque.
—Yo sólo cedo mi cuerpo a algunos hombres por dinero —dijo—. Es agotador ver lo que la gente es capaz de desear. Al menos siendo puta sólo veo lo que quieren de mí, y en base a eso elijo a mis clientes.
Me llevé las manos a la cabeza, después me froté los ojos y pensé en hacerle una última pregunta.
—Dime… dime cómo encaja la chica que estaba ahogándose en todo esto. ¿Fue también una visión que confundí con la realidad?
—Descríbeme qué viste exactamente.
—Su cabeza… —musité—. La espuma de las olas cubría las rocas, pero su cabeza emergía junto con sus brazos, frágiles, lánguidos. Estaban envueltos en mechones de su pelo castaño.
—¿Como el tuyo?
—Sí, joder como el mío —gruñí al escuchar de nuevo aquella pregunta que me había hecho el policía por la mañana.
—Tal vez eras tú… —soltó Laya sin más—. Tú eras la chica que se estaba ahogando, te viste a ti misma. ¿Con quién estabas en ese momento?
Volví a llevar las manos a mi cabeza.
—Oliver… —murmuré—. Estaba con mi marido. ¿No creerás que él…?
—Sí, él quería verte ahí. ¿Estabais discutiendo, tenéis problemas?
Solté un bufido al ver que aquello se transformaba en una especie de terapia de pareja.
—¡Es absurdo! —dije al ponerme nerviosa—. Discutimos porque quiere vender la casa, pero eso no significa que quiera arrojarme desde el maldito acantilado.
Me sacudí los pantalones para quitar la arena y me di la vuelta para marcharme. Laya me siguió.
—No vuelvas con él —la escuché decir detrás de mí—. No creo que sea seguro que te quedes con él.
Me giré y la enfrenté.
—Es mi marido —arremetí—. Creía que tú me ayudarías pero sólo me has contado un montón de chorradas para que desconfíe de él. Estoy enferma, Laya. Y puede que tú también.
Seguí mi camino y ya no me detuve.
Capítulo 6
Cuando llegué a la casa, Oliver estaba hablando por teléfono en el salón. Me saludó con un movimiento de cabeza y esperé a que colgara sentada en un sillón, completamente alejada de la vertiginosa terraza.
—Bien, ya has vuelto —dijo, guardándose el móvil en el bolsillo.
—¿Por qué no he sabido nada de ti en toda la tarde, Oliver? —Le sostuve la mirada.
—¿Qué quieres decir? He estado en la comisaría.
—¿Todo el tiempo?
Movió la cabeza para afirmarlo y no dijo nada más mientras yo lo fulminaba con mis ojos encendidos. Él aguantaba bien la tensión, siempre era el bote al que agarrarse en caso de naufragio, y eso me había llevado a enamorarme por completo de él, a convertirle en mi verdadera familia. Pero ahora veía su estoicismo y su fortaleza como un muro que nos separaba, que lo convertía a él en inaccesible y a mí me dejaba a la deriva.
—Dime la verdad —le rogué—. ¿Qué has estado haciendo mientras yo conocía a mi hermana?
Tomó aire antes de soltarlo con cautela, como si creyera que debía tener paciencia conmigo porque había vuelto mi locura, mi inestable vehemencia.
—Me he reunido con un agente inmobiliario de la zona —confesó—. Ha estado valorando la casa, será una gran inversión.
Oírlo me enfureció.
—Te he dicho desde el primer momento que no voy a venderla, Oliver. La pondré a nombre de mi hermana, ella la necesita más que nosotros.
Él torció la cabeza al instante.
—Ni siquiera la conoces —afirmó.
—¡Se prostituye desde los dieciséis! —dije con demasiada fuerza—. Sus padres la dejaron sola. Está sola. Y al parecer, yo también.
Oliver soltó una pesada exhalación, creí que iba a ponerse en guardia pero simplemente dio un par de pasos en mi dirección, arrodillándose ante mí. Yo me hundí en el sillón, alejándome, pero él me cogió una mano y la acarició para apaciguarme.
—Estoy aquí, no estás sola. Estoy contigo.
—Ni siquiera me has preguntado qué ha pasado con Laya —murmuré—, simplemente te has puesto a hablar de la casa.
—Elia… cuéntamelo, vamos.
Suspiré y cedí.
—Mis padres eran adictos a las drogas… Puede que ella consumiera durante el embarazo y que eso me haya provocado estos problemas en mi cabeza. Tiene sentido, ¿no?
—Lo siento —murmuró, soltándome la mano para acariciar mis rodillas y después ascender hacia mis muslos—. Al menos has obtenido respuestas, y tenías razón: este lugar no te viene bien. Si he insistido tanto en venderla es porque necesitamos el dinero y salir de aquí.
Paré sus caricias cuando llegó al triángulo que formaban mis muslos. Le aparté las manos y me levanté, alejándome un poco de él. Cuando me giré, Oliver ya estaba de pie, de brazos cruzados, como si la impaciencia hubiera regresado a su semblante.
—Tarde o temprano, encontraré otro trabajo —indiqué rápidamente—. Además, tenemos ahorros. Ella no tiene nada, se lo debo.
Vi cómo Oliver apretaba la mandíbula antes de contradecirme.
—Elia, esta casa es una joya. Ellos te la dieron porque también te la deben. Tu cabeza no está bien, no piensa con claridad y por eso tienes que escucharme. Tienes que confiar en mí.
Sonreí irónicamente al escucharlo. Estaba cansada de que una parte de mí quisiera confiar en él y contarle la teoría descabellada que Laya me había revelado sobre las visiones, pero el resto de mi cuerpo me decía que, si lo hacía, volvería a acabar en el sitio del que tanto me costó salir.
—Esta casa es mía, así que yo decidiré qué se hace con ella —solté de pronto con demasiada firmeza.
—Elia…
—¡No, basta! No volveremos a hablar del tema —ordené, cansada.
Se desplomó rendido sobre el sillón que yo había ocupado al principio. Aquel gesto no me engañó, podía parecer derrotado al aceptar mi conclusión final, pero en realidad veía la ira en sus ojos, la impaciencia, la frustración que siempre le provocaba que yo no cediera a los planes ya establecidos de su cabeza.
—Elia, tengo una deuda que no puedo pagar —reveló de repente con vergüenza y rabia por habérmelo tenido que revelar. Lo veía en sus ojos, en su frustrada expresión—. No nos quedan ahorros. Los he usado. Esos negocios que hice a principios de año no… no han salido bien.
—¿De qué estás hablando?
Endureció su mirada, como si le molestara tener que explicarme en qué líos se había metido.
—Teníamos tu sueldo, quedamos en que yo invertiría en una nueva empresa.
—¿Y lo has perdido todo? Dios, Oliver. ¿Cuándo pensabas decírmelo?
No contestó. Y yo tampoco insistí porque no quería escuchar que mis problemas mentales eran la excusa para que él no se hubiera abierto a mí.
—Tienes que ayudarme —dijo de pronto—. Esta casa ha sido un regalo, es un milagro que haya llegado a nuestras manos.
—Te equivocas, esta casa lleva cuatro años en mis manos. No ha aparecido ahora sin más para zanjar tus deudas —afirmé, tajante.
Apretó aún más la mandíbula y yo me di la vuelta para no verle, para no discutir de nuevo sobre algo a lo que había puesto punto y final minutos antes, pero, al girarme, nos vi. Yo estaba contra la pared, sin tocar el suelo ya que mis pies estaban suspendidos unos centímetros en el aire porque Oliver me elevaba al agarrarme por el cuello. Me apretaba con fuerza, lo sentía en mi propio cuello y lo veía delante de mí. Veía sus fuertes brazos contraerse, su espalda tensándose para entregarme toda aquella violencia mientras yo enrojecía por completo y me retorcía para intentar escapar de la asfixia. Los oídos me empezaron a pitar y sentí la sangre y el calor acumulándose en mi cara. Supe al instante que era otra visión, pero no pude frenar el ritmo acelerado de mi corazón por tener que contemplar aquel desdoblamiento de nosotros mismos enfrente de mí.
Me giré bruscamente para dar la espalda a aquel espectáculo de violencia y entonces vi sentado en el sillón a Oliver, al real, con las manos unidas, apretándoselas con fuerza, imaginando en su oscura cabeza que entre ellas estaba mi cuello.
Capítulo 7
Tenía la boca seca de tanto correr, pero aún podía sentir el mar en ella cada vez que tomaba una bocanada de aire al respirar. Me había largado sin explicarle a Oliver por qué necesitaba alejarme de él, por qué ansiaba huir y plantarme en aquel extraño lugar. Estaba demasiado consternada por lo que había visto.
La música retumbaba a lo largo de toda la calle en la que se asentaba aquel club de alterne. Era el único local iluminado, como si el resto de farolas de la calle se hubieran fundido a propósito para que sólo brillara aquella fachada de chapa roja.
No había nadie allí fuera, ni siquiera un portero que vigilara quién pasaba dentro. Me colé sin pensarlo y, para mi sorpresa, me topé con una gran aglomeración de personas que se expandía por toda la pista de baile. A pesar de la música a todo volumen, nadie parecía bailar. Simplemente se agrupaban en pequeños círculos estáticos, hombres persuadiendo a prostitutas y prostitutas persuadiendo a hombres. Las luces eran cañones fluorescentes que apuntaban en todas direcciones obligándote a ver todo distorsionado. En el escenario del fondo vi a dos chicas semidesnudas bailando en un dúo grotesco que seducía a aquellos que habían ocupado los balconcillos suspendidos en lo alto.
Fui hasta el centro de la pista para intentar encontrar a Laya, pero fue ella quién me halló perdida en medio de todos aquellos hombres que me acechaban con la mirada. Eso pareció divertirle, tardó en llegar hasta mí a propósito sólo para disfrutar de mi miedo a estar en peligro.
—Ha ocurrido algo —le grité, intentando sin éxito que escuchara mi voz por encima de la música.
Tuve que esquivar a un par de tipos que me pusieron una copa en la cara y que querían invitarme antes de llegar hasta ella.
—Laya, ha ocurrido algo con Oliver —repetí.
Al escucharme, detuvo su burlona expresión y toda ella se contrajo delante de mí.
—¿Dónde está él? —preguntó.
—En la casa —dije—. Tú y yo tenemos que hablar. Creo que tenías razón. Aún no sé cómo pero he visto… he visto lo que deseaba hacerme.
Me agarró de las manos y tiró de mí para acercarme a ella. La proximidad me pilló por sorpresa. Me quedé estática, aguantando la comodidad de tenerla a un par de milímetros de distancia mientras varios hombres bailaban a nuestro alrededor para intentar restregarse con nosotras.
—Laya, ¿cómo es posible? ¿Cómo puedo ver lo que él desea? —farfullé, queriendo indagar más en las visiones.
—Del mismo modo que yo veo lo que tú quieres hacer —contestó—. No puedes deshacerte de la casa del acantilado.
Sentí cómo aumentaba su fuerza apretándome las manos y me agobié al pensar que ella también podía ver de algún modo mi voluntad.
—¿Por qué has cambiado de idea? —preguntó.
—Oliver ha gastado todos nuestros ahorros —revelé—. Ahora sus deudas también son mías.
—No la vendas —ordenó, y su tono de voz violento me produjo un escalofrío por todo el cuerpo.
—Laya, la venderé y te daré lo que sobre tras cubrir las deudas de Oliver. Es una gran casa, recibirás mucho dinero. Podrás empezar de cero, lo prometo.
Sus ojos de color ámbar se oscurecieron. En ellos no había ese brillo juvenil ni esa extraña diversión que Laya parecía utilizar como coraza para todo aquel ambiente hostil que nos rodeaba. Se dio la vuelta y me pidió que la siguiera, pero un tipo mayor, fuerte y borracho la agarró por la cintura con una mano y le introdujo el dedo índice de la otra en el escote. Empezó a hurgar en la concavidad que formaban sus dos pechos e inmediatamente sentí el asco en la garganta. Pero antes de que pudiera apartarlo de ella, Laya ya le había aturdido con una sonora bofetada en el oído derecho y una patada entre las piernas que lo hizo caer al suelo.
Volvió a agarrarme de las manos y me arrastró por toda aquella pista repleta de gente hasta subir las escaleras y llegar al pasillo superior, el que daba a las habitaciones.
—No puedes vender la casa de mis padres. No quiero el dinero, quiero esa maldita casa y lo que representa —continuó diciendo, pero yo sólo podía pensar en cómo se había defendido frente al hombre, cómo había tenido la fuerza necesaria para tumbarle cuando ella era una chica menuda que parecía frágil frente a un tipo así.
—No tengo otra opción, Laya —murmuré al intentar defenderme—. No puedo dejar tirado a Oliver. Él es mi marido.
—¡Quiere que te mueras! —gritó de repente, provocándome un dolor en el pecho al oírselo decir con tanta fuerza—. ¿Es que no lo vas a aceptar? Tú misma lo has visto. Quiere que te mueras, Elia, y lo haría él mismo con tal de que esa casa pase a sus manos.
Me eché hacia atrás hasta que mi espalda pudo recostarse en la pared del pasillo.
—Oliver es mi verdadera familia… —murmuré casi para mí, consternada por sus palabras.
—Ya no lo es —indicó Laya, tajante—. Un hombre que quiere asfixiarte con sus propias manos no puede ser tu familia. En cambio yo sí lo soy. Tenemos la misma sangre.
Abrió la puerta de una de las habitaciones y se metió dentro. Yo me quedé donde estaba, dándole vueltas a sus palabras, a mi visión y a la carencia de sentido de todo aquello.
—No vas a deshacerte de esa casa —volvió a decir una vez que regresó al pasillo, esta vez cargada con una pequeña mochila a cuestas—. Y tampoco dejaré que tu marido te haga daño.
Salió disparada escaleras abajo hacia la salida. Me dispuse a perseguirla, pero la vista se me nubló y al instante sentí un fuerte mareo que me dejó sin sentido. Mis rodillas tocaron el suelo, me apoyé cómo pude sobre la pared y entonces dejé de luchar para sufrir una alucinación que tambaleó mi cuerpo de nuevo. Vi a Laya junto a Oliver en la terraza del acantilado, escuché un grito desgarrador y un impacto contra las rocas, olí el mar y la sangre, saboreé la sal y la espuma de las olas en mi propia boca, y sentí cómo el océano envolvía por completo un cuerpo sin vida.
Capítulo 8
—Tiene que escucharme —le dije al mismo agente de policía que me había interrogado en la casa del acantilado y que me había llevado en coche para conocer a mi hermana—. Laya quiere hacer daño a mi marido. Deben ir a la casa y ver si los dos están bien.
El agente me miraba desde su mesa de trabajo con una expresión agotada. Sólo le faltaba suspirar profundamente para demostrarme que pensaba que me había vuelto loca.
—Empecemos por el principio —dijo—, ¿por qué iba a querer su hermana hacer daño a su marido?
Tomé aire.
—Le dije a ella que había pasado algo, que Oliver había intentado asfixiarme, y que yo debía vender la casa. Entonces salió corriendo y yo…
—Un momento, ¿Oliver ha intentado asfixiarla? —me interrumpió. Sus cejas se levantaron a la vez, completamente sorprendido.
—No, él… Al final no… —farfullé.
El policía frunció el ceño.
—Elia, ¿está teniendo más visiones como la de la mujer ahogada?
Solté de golpe todo el aire que había estado aguantando en el pecho. No había forma de pedirle ayuda sin parecer ridícula.
—Usted sólo vaya a ver —le rogué—. Sólo le pido que busque a mi marido y compruebe que él y mi hermana están bien. No quiero hacerlo sola.
—De acuerdo. —Se levantó y le pidió a un par de policías, que hablaban cerca de la máquina de café de aquella planta de la comisaría, que fueran a la casa y echaran un vistazo. Después volvió a su sitio y se centró de nuevo en mí—. Ahora, explíqueme despacio qué ha ocurrido.
Me ofreció sentarme enfrente de él, con la mesa llena de papeles mediando entre nosotros.
—Le prometí a mi hermana que le daría la casa del acantilado —revelé—, pero anoche me eché atrás. Oliver tiene deudas, lo hemos perdido todo.
—¿Por eso Laya se marchó corriendo? ¿Para hablar con su marido?
Asentí y me dispuse a explicárselo, compungida:
—Vi cómo Laya deseaba hacerle daño. Quería empujarle al mar, utilizar el acantilado para… deshacerse de él.
La expresión del agente volvió a contraerse. Era la misma cara que habían puesto todos los psiquiatras que me habían visto durante mi adolescencia, la misma expresión incrédula y compasiva que ponían mis padres adoptivos antes de determinar que mi cabeza no pensaba de un modo normal.
—Elia, ¿de verdad piensa que una chica como Laya puede arrojar a un hombre por la barandilla de esa casa? Además, Oliver no es precisamente un tipo pequeño.
—Ya lo sé, y no digo que ella lo haya conseguido —indiqué—. Las visiones… Verá, agente, no veo el futuro ni los pensamientos de los demás. Sólo la voluntad, vi lo que Laya quería hacer. Ella estaba determinada a hacer daño a Oliver y no sé qué demonios ha podido ocurrir a partir de ahí.
El agente parecía aún más confuso según me escuchaba, como si se debatiera entre intentar entenderme o dejarme en manos de un especialista.
—Hace años escuché eso —musitó a continuación—. Tu padre biológico, el dueño de esa casa que ahora parece maldita, se ganaba la vida diciendo eso: podía ver lo que las personas querían hacer, indagar en sus voluntades. Así consiguió mucho dinero, estafando a la gente.
Volqué mi espalda sobre el respaldo de la silla, rindiéndome.
—Laya me dijo que teníamos un don. Mi padre, ella, yo… —enumeré, tan derrotada como avergonzada por no saber discernir la realidad.
—Lo siento, pero su hermana le habría dicho cualquier cosa con tal de conectar con usted.
Se levantó, rodeó la mesa y se sentó en el borde, mucho más cerca de mí.
—Laya está sola desde hace mucho tiempo. Antes de que ellos murieran ya lo estaba. Se drogaban, se vendían por cualquier cosa que les hiciera olvidar la realidad, y con eso también se olvidaban de su hija pequeña.
—¿Cree que ella me ha mentido sobre mis visiones? —murmuré.
—Lo que creo es que Laya ha encontrado una oportuna explicación a lo que le sucede, Elia. Al igual que su padre encontró una forma de hacer negocio estafando a la gente con un don que sólo estaba en su imaginación. Y si no me cree, dígame, ¿de verdad apostaría todo a que su marido tiene intención de atentar contra usted?
Hundí la cabeza entre los hombros y pensé en Oliver. En cuestión de segundos analicé el deterioro de nuestra relación. Él me había culpado por no haberle hablado de mi adolescencia en un centro psiquiátrico una vez casados, y yo creía firmemente que el hecho de que ya no me miraba como antes se debía a eso. Ya no me quería, lo veía en sus ojos a todas horas. Estaba harto de soportarme, yo le irritaba con mis cambios de humor, mi inestabilidad mental y mi pánico porque las visiones volvieran. Además veía cómo le sacaba de quicio que últimamente no coincidiéramos en nada. Aunque ahora me daba cuenta de que nuestro fracaso se debía también a él, a sus negocios secretos, a su ambición y a no querer abrirse a mí jamás.
—Nadie sabe lo que es capaz de hacer uno mismo cuando se está desesperado —dije como respuesta—. Habría puesto la mano en el fuego por Oliver. Me casé con él porque era la cordura personificada, pero me temo que eso lo hace aún más peligroso que los demás.
El agente levantó el teléfono fijo que tenía en la mesa y marcó un número. Esperó unos segundos y preguntó por la casa. Se puso al tanto de lo que tenían que decirle los policías que había enviado allí y después colgó sin decir nada. Tomó aire y me miró impasible.
—Vamos a volver al principio otra vez, ¿de acuerdo? ¿Qué ocurrió anoche, Elia?
—¿Por qué? —farfullé—. ¿Qué le han dicho?
Arrastré la silla hacia atrás y me levanté enseguida.
—¿Qué es lo que le han dicho? —insistí, temerosa por la expresión seria que veía en su cara.
Él suspiró antes de contestarme.
—No hay rastro de Oliver ni de Laya en la casa, pero hay sangre en la terraza del acantilado.
Capítulo 9 FINAL
Perder la realidad había sido mi mayor miedo desde que tenía doce años y me aseguraron que lo que veían mis ojos era producto de una enfermedad que no podían diagnosticar con exactitud. Dijeron que la clave estaba en mi historia familiar, en mi pasado. Si podía encontrar a mis padres biológicos, descubrir su historial clínico, podría averiguar si se trataba de una enfermedad mental heredada.
Pero mis padres adoptivos siempre se negaron a cualquier contacto. Siempre les impidieron encontrarme, construyeron un muro alrededor de mi adopción cerrada y sólo cuando heredé la casa supe quiénes eran ellos. Aún así, seguí negándome a verlos o conocerlos. Ya tenía todo lo que necesitaba, tenía a Oliver. El hombre al que quería, mi verdadera familia. Y entonces las malditas visiones volvieron tras años intentando ignorarlas, fingiendo que eran sucesos reales y no alucinaciones. Y con ellas, llegó ese pánico, mi mayor miedo.
El miedo a perder la realidad te bloquea, te desgasta y te perturba. La realidad es lo único que tienes, lo único a lo que puedes aferrarte cuando lo demás falla, y si la pierdes, si no puedes confiar en lo que te rodea o en ti mismo entonces… pierdes todo.
Así me sentía: completamente perdida. Había llegado hasta la casa con el agente, pero él me había dejado sola para unirse a la búsqueda de Oliver y Laya. Podía ver desde la vertiginosa terraza las lanchas de la policía buscando en el mar. Los helicópteros surcando el cielo y el resto de patrullas recorriendo todo el pueblo en busca de algún rastro.
Ni siquiera era capaz de asegurar que lo que estaba ocurriendo fuera real. Mi marido había desaparecido, mi hermana a la que acababa de conocer también. De ellos sólo quedaba las manchas rojas del suelo que yo pisaba, al que me habían prohibido acceder. Aún así pasé por debajo del cordón policial y fui a ver si de verdad se trataba de sangre. Por supuesto lo era, así que al marearme dejé la terraza y fui a sentarme en la cama del primer dormitorio. Habían pasado horas desde que había visto a Laya salir corriendo, ya casi era otro día y el cansancio me atizaba con fuerza. Me quedé dormida sin darme cuenta y no supe cuánto tiempo pasé inconsciente hasta que desperté sobresaltada, con el corazón taladrándome el pecho por lo que tenía delante de mí.
—Laya… —pronuncié antes de aclararme la garganta—. Estás aquí.
Llevaba la misma ropa que le había visto en el club, incluyendo la mochila. La soltó en la esquina de la habitación y avanzó hasta sentarse en el borde de la cama donde yo me había quedado dormida. Sus mechas de colores estaban despeinadas, había intentado hacerse una coleta pero no le había quedado bien.
—¿Has llamado a la policía? —me preguntó.
Subió las piernas al colchón y vi cómo sus zapatillas estaban manchadas de barro. Era la única prenda que había cambiado desde nuestra conversación en el club.
—Te fuiste corriendo y hay sangre en la terraza —exclamé—. ¿Dónde está Oliver?
Se encogió de hombros.
—No lo sé —contestó con indiferencia.
—Ha desaparecido, Laya. Tienes que decirme qué ocurrió anoche.
—Nada.
Me destrozó su impasividad. Eché las sábanas hacia un lado y me levanté para ir al salón.
—¿Qué vas a hacer? —me preguntó, siguiendo mi recorrido con la mirada.
—Voy a avisar al policía que me está ayudando. Le diré que estás aquí.
—¿Para qué?
—¿Cómo que para qué? —exclamé—. ¡Oliver ha desaparecido! Su coche no está y la terraza está precintada porque hay manchas de sangre.
Se levantó corriendo y me arrebató el teléfono móvil de las manos.
—Elia, ahora está todo bien. La casa es nuestra y estamos juntas. Sólo tienes que decirle a ese policía que Oliver se ha marchado y nos dejarán en paz.
Dibujó una sonrisa que me estremeció y me devolvió el móvil.
—¿Qué le has hecho? —balbuceé.
—Nada —volvió a repetir—. Tú llama a ese policía y explícale lo que te he dicho.
Solté el móvil para agarrarla de los hombros. La zarandeé con fuerza, angustiada por la situación.
—¿Qué le has hecho a Oliver? ¡Maldita sea, dímelo! Vi lo que pretendías hacerle, tuve una alucinación cuando te largaste corriendo.
—¿Se lo has dicho a ese policía? —me preguntó, sin signos de verse afectada por la violencia de mis zarandeos—. No deberías haberlo hecho, sabrán que te has vuelto loca.
—¿Loca? ¿Qué estás diciendo? Tú misma me contaste lo que eran estas visiones, ¡me dijiste que tú también las sufrías!
—Sólo pretendía que te quedaras. Papá también estaba loco y yo le cuidaba. Te cuidaré a ti también.
La solté y di varios pasos hacia atrás. Su voz era estremecedora, me angustiaba. Atisbaba en ella la locura de la que me acusaba a mí.
—Por última vez, Laya, ¿dónde está Oliver?
—Ya no será un problema, no le encontrarán —contestó.
Las piernas me flaquearon y estuve a punto de caerme al suelo. Me llevé una mano al pecho, me sentía aterrorizada y a la vez confundida.
—¿Qué le has hecho? —mascullé—. Por Dios, dime qué le has hecho.
Las lágrimas no tardaron en acudir a mis ojos, aunque no las liberé. Tan sólo me nublaron la vista mientras poco a poco me alejaba de ella con pequeños pasos hasta que mi espalda tocó la cinta de la policía con la que habían rodeado la terraza.
—Elia, estabas en peligro —pronunció Laya con mucha seguridad en sí misma.
Pasé por debajo de la cinta y me quedé en medio de la terraza.
—Le diré a la policía lo que has hecho. Vas a contarles todo, sea lo que sea.
—No te creerán —afirmó—. Sólo eres una enferma mental que cree haber visto cómo tu marido intentaba matarte. Apuesto a que se lo has contado así a ese agente. No tienes credibilidad, Elia. En cambio yo he resuelto el problema. Oliver se ha marchado y nosotras estamos aquí, juntas en nuestra casa.
—¡No! Esta casa es mía. Es sólo mía y te juro que voy a deshacerme de ella. La demoleré o la quemaré hasta los cimientos si no me dices qué has hecho con mi marido.
Mi declaración impactó contra ella. Vi cómo contraía el rostro, cómo se acercaba a mí con la rabia que yo había despertado en su interior.
—No lo harás, no puedes quitarme esta casa porque entonces no tendré nada.
—¡Tú me has quitado todo! —le grité—. Oliver era mi familia. Aunque tuviéramos problemas, aunque nos pudiéramos odiar, era mi marido. ¡Era una persona y tú le has hecho algo!
Avanzó y esquivó también la cinta para plantarse allí conmigo. Sentí la necesidad de girarme y buscar alguno de los helicópteros de la policía que antes habían estado recorriendo la playa para pedir ayuda, pero al hacerlo no hallé ninguno. Tampoco vi a las lanchas en el mar. Y, sin embargo, sí noté un pinchazo en el brazo. Cuando lo moví por el dolor, una jeringuilla se cayó al suelo y Laya me fulminó con toda aquella violencia que había mantenido a raya hasta ese preciso momento en el que se jactaba de mí.
—¿Qué me has hecho? —exclamé, mostrándole el brazo.
—Nuestros padres decían que nunca me parecería a ti, ¿sabes? Lo repetían constantemente y yo no lo entendía. No te conocían, no sabían cómo eras, ¿por qué estaban tan seguros de que no éramos iguales?
—Laya, ¿qué estás…?
—Decían que lo vieron en tu cara al nacer —continuó sin dejarme hablar—. Tú eras la expiación de sus pecados y yo sólo la constatación de ellos. Decían que nunca seríamos iguales, pero ahora veo que sí podemos serlo. Tú quieres quitarme esta casa, quitármelo todo, y es lo que yo también haré contigo.
Miré mi brazo, el pinchazo, la jeringuilla abandonada en el suelo, y me aterroricé. Tenía ante mí una niña rota, violenta, capaz de hacer cosas impensables por culpa de lo que le habían hecho a ella.
—¿Qué me has hecho? —volví a decir—. ¿Qué había en la jeringuilla?
—Cuando te encuentren, ya no serás tú. No podrás hablar o moverte. Querrás estar muerta, pero no ocurrirá: la dosis que te he dado sólo es para convertirte en una piedra que únicamente podrá escuchar sus propios pensamientos.
Se giró para marcharse y me abalancé sobre ella. Tiré de su chaqueta, le rogué que llamara a emergencias, pero las piernas se me quedaron sin fuerzas y me caí de rodillas.
—Ayúdame, Laya. Tus padres eran unos monstruos. Entiendo lo que te hicieron por culpa de sus adicciones, pero no seas como ellos. No me hagas esto.
—Se acabó —pronunció, dándome un golpe en la cabeza para que terminara de soltarla—. Contigo incapacitada y sin Oliver, esta casa seguirá siendo tuya y yo podré ocuparla ya que tú no podrás decidir echarme.
Al instante, noté cómo la inmovilidad de mis piernas se extendía a todo mi cuerpo. Del lugar del pinchazo emanaba un calor extraño, avanzaba por mi sangre, calentando mis extremidades, secándome la boca y colapsándome el cerebro. Aún así, tuve tiempo de desesperarme e incluso de aceptar un final imprevisto.
—No te atreverás —gruñó Laya, observando impasible mi deterioro—. No vas a hacerlo. No tienes valor, Elia. ¡Sé que no lo harás!
Yo aún no me había movido, apenas era capaz de hacerlo, pero sus palabras me animaron, me dieron las respuestas que necesitaba para descansar por fin. Utilicé la poca fuerza que le quedaban a mis pies petrificados para arrastrarme hasta el borde de la terraza. La brisa me impactó en la cara al asomarme al vacío, como si desde el acantilado el viento fuera ascendente, el producto final de las olas al impactar contra las rocas.
—No me lo has quitado todo, Laya —pronuncié empinándome en la barandilla—. Ahora sé la verdad, tú me contaste toda la verdad desde el principio aunque hayas intentado convencerme de lo contrario. Sólo así puedes saber lo que pretendo hacer.
Sus ojos se abrieron por completo, se encendieron con una rabia brutal e intentó llegar hasta mí, pero no lo consiguió. Utilicé mi último resquicio de voluntad para arrojarme al vacío, a sabiendas de que con mi muerte esa casa jamás quedaría en sus manos. Se subastaría, sería de cualquier otro, pero nunca de ella.
Aún así, no pensé en la venganza mientras caía, sólo me concentré en que al fin descansaría, fuera dónde fuese a parar mi cuerpo, porque por fin conocía la respuesta a aquello que había atormentado mi vida entera: siempre había estado cuerda.
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Es buenísima
Muchas gracias Carmen, espero que disfrutes la lectura de otras historias por aquí en el blog.
Me ha gustado este texto y nunca antes había estudiado
una opinión como esta sobre el tema, excelente !
Enhorabuena
En esta ocasión te has superado, sin dudarlo impresionante artículo!!!
Enhorabuena
Un genial artículo y bastante aconsejable. Saludos
Brutal! Eres una crack pequeña #Farmabombon
Muchas gracias Eco! A por la próxima 🙂
Me encantó la primera novela.
Deseando la segundo próxima.
Intrigante,te engancha y deseas leer más y más ..Enhorabuena.
Buen trabajo. Esperando el proximo. Enhorabuena!
Buena novela e intrigante, espero con ansiedad la próxima, un saludo!
¡Espero que la próxima también te guste!
Muchas felicidades, ha mantenido la intriga hasta el final.. gracias por compartirla, te deseo muchos éxitos!!
¡Muchas gracias! Espero que te gusten las próximas novelas
Intrigadita me tiene..!!!
Me está enganchando!! Espero con deseos el próximo…
¡Me alegro mucho! Ya queda menos para el final.
Lo has conseguido: quiero seguir leyendo
Nooooo!! Quiero saber qué pasa! Un adelanto a la publi de capítulo? Jaja
Suscríbete y te la podrás descargar gratis 😀
Cada vez me gusta mas con muchas ganas del siguiente capitulo
Muy chulos, tengo ganas de leer más…
¡Qué ganas del siguiente capítulo!