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Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7 FINAL
CAPÍTULO 1
La cabeza me dolía por la resaca. Debía haberla pasado en la cama, inconsciente y ajeno a toda esa maratón que médicos y policías se estaban marcando delante de nosotros. Lo cierto era que no sabía cómo había sido capaz de despertarme con el sonido del teléfono. Normalmente con menos cervezas caía redondo en la cama hasta el día siguiente sin que me importara el exterior lo más mínimo.
Sin embargo, esa noche debí suponer que se trataba de algo grave. Algo por lo que valiera la pena arrastrarse hasta la sala de espera del hospital y agarrarle la mano a Arturo.
Con él tenía una relación más cercana que con mi padre. Al fin y al cabo, Arturo había estado cuando él no había sido capaz. Era extraño pensar que Arturo sólo llevaba dos años en mi vida desde que lo conocí en aquel infierno que ahora parecían dos décadas. Dos décadas a las que no habría podido sobrevivir si no fuera por él, por ese señor derrotado con aspecto de padre coraje a sus cincuenta y dos años que ahora parecía un niño asustado.
—Tengo que entrar —dijo casi para sí mismo—. Me han dicho que debo comprobar si es ella. Tal vez no lo sea… ¿y si no es Greta?
Le di una palmadita en el hombro para que no se volviera loco.
—Gracias por venir —pronunció a continuación levantándose—. Lamento haberte despertado a las cuatro de la mañana, Tom.
Me encogí de hombros.
—No importa, no estaba durmiendo —mentí—. Prefiero estar aquí contigo.
Volví a mentirle porque deseaba que aquel hombre que, a veces sentía como mi verdadero padre, dejara de temblar como un crío asustado. No lo conseguí, pero al menos Arturo se encaminó decidido hasta la sala que le habían indicado. Dos policías custodiaban la puerta, le dejaron entrar nada más verlo llegar.
Yo apenas pude distinguir nada del interior de aquella habitación durante los segundos que transcurrieron hasta que cerraron la puerta, pero supuse que medio hospital se había concentrado allí para presenciar el momento en el que por fin Arturo se reencontraba con su hija desaparecida. Incluso sin saber aún si era ella.
Si algo había aprendido en aquellos dos años de infierno era que el morbo movía las voluntades de las personas con más fuerza que cualquier otra cosa más racional. Y por ello no tuve que entrar en esa sala para saber qué estaba ocurriendo en realidad. Me bastó con mirar la televisión de la sala de espera y comprobar cómo daban la noticia en todos los canales.
Greta, la hija de veintitrés años de Arturo, había sido encontrada en las afueras de la ciudad. Desorientada y desnutrida, pero viva y aparentemente intacta. Su imagen colapsó todo el televisor captando la atención de los familiares y pacientes que se encontraban en la sala de espera conmigo. Su melena de un rubio casi blanco y su impresionante mirada verde eran símbolos que no podían pasar desapercibidos. Sobre todo cuando la foto de otra chica la sustituyó en la pantalla. Eran casi idénticas, como dos hermanas que nada tenían que ver la una con la otra. Ambas con ese rubio impoluto y el llamativo verde de sus ojos.
Sin embargo, si Greta parecía tierna e inocente en la foto, Verónica lucía como una guerrera dispuesta a sacar las uñas.
—Supongo que tienes razón —escuché la voz de un hombre detrás de mí.
Al girarme comprobé que se trataba de Dimas Siena, inspector de la Policía Nacional, cuya placa le colgaba del cinturón. Su cabeza apuntaba hacia el televisor, pero claramente sus palabras eran para mí.
—Tomás Sastre, siempre el primero en aparecer cuando ocurre algo —indicó.
—Arturo me avisó de que la habían encontrado. Quería que estuviera con él —me excusé rápidamente.
—Verónica parece una chica mala —empezó a decir refiriéndose a la foto que mantenían en pantalla de la otra chica—. Siempre dijiste que tenía un lado salvaje y desobediente aunque sus padres lo negaran. Su parecido con Greta es extraordinario, pero ambas transmiten cosas distintas… Al menos en esas fotografías.
Tragué saliva y me dispuse a preguntar:
—¿Se sabe algo de Verónica? ¿La han encontrado también?
Desvió la mirada del televisor con demasiada lentitud hasta ponerme a mí en su punto de mira.
—No, ella no ha aparecido aún. Quizá Greta pueda decirnos algo del paradero de Verónica… Si es que alguna vez estuvieron juntas.
Sin decir nada más, sacó sus manos de los bolsillos y se dirigió hacia la sala donde Arturo había entrado. Me quedé obnubilado mirando aquella puerta, intentando imaginar qué clase de preguntas le haría a una chica que se evaporó sin dejar rastro y qué clase de respuestas obtendría de ella tras dos años en los que todos afirmaban sin miedo que ya estaría muerta.
Desperté de la confusión cuando un hombre, algún familiar de los que allí esperaban como yo, me dio una palmada en la espalda y me señaló el televisor.
—¿Ése eres tú? —me preguntó y, antes de mirar la pantalla, vi cómo todos me juzgaban.
Entonces lo supe, y mi imagen en la televisión me lo confirmó: volvía a ser sospechoso de la desaparición de Verónica. Volvían las acusaciones, el asqueroso morbo y ese infierno que sólo terminó cuando relacionaron el caso de mi novia con el de la idéntica Greta.
CAPÍTULO 2
—Estás borracho —fue lo primero que Arturo dijo al verme en el hospital al día siguiente—. Sólo son las nueve de la mañana y estás borracho.
En realidad no lo estaba. Había bebido toda la noche para superar la tentación de encender la tele y recrearme en lo que iba a volver a estallar a mi alrededor, pero el efecto del alcohol ya se me había pasado. Tan sólo me quedaba ese regusto en el aliento y el horrible aspecto del que no había querido desprenderme con una ducha rápida con tal de ver a Arturo lo antes posible.
—¿No recuerda nada? ¿Dos años y nada? —insistí, tremendamente confundido.
Arturo meneó la cabeza afirmando que el diagnóstico de Greta confirmaba abusos físicos, sexuales y desnutrición, pero la psiquiatra que la había tratado también aseguraba la completa amnesia por el trauma.
—Tienes que dejarme hablar con ella —dije casi desesperado—. Quizá yo pueda hacer que recuerde algo sobre Verónica.
De inmediato Arturo me plantó sus manos en los hombros para frenarme y me clavó la mirada.
—Greta no recuerda nada —volvió a decir con fuerza para que entrara en razón—. Y sabes que es muy probable que nunca haya tenido contacto con Verónica. Quizá sus desapariciones no estén relacionadas.
Solté una bocanada de aire cuando supe que debía confesarle mis problemas.
—Arturo, van a volver a acusarme. Mi foto está en todas partes, y te juro que no puedo pasar por eso otra vez.
—Relájate —me ordenó—. Tú no le hiciste nada a Verónica, yo quiero creer que su desaparición está relacionada con la de mi hija. Tú tenías una perfecta coartada y con eso bastará.
—No, eso les dio igual, a ese inspector y a sus padres les dio igual. Tuvo que desaparecer Greta seis meses después para que desviaran la investigación hacia un secuestrador en serie. Si Greta no puede decir nada sobre lo que le ocurrió, otros lo harán por ella y me apuntarán a mí. Estoy seguro.
Arturo quitó las manos de mis hombros y bajó la cabeza hasta quedarse unos segundos mirándose los pies. Sólo nos habíamos tenido el uno al otro durante el caso. Yo le había apoyado desde el principio y él jamás había dudado de mí cuando todo el mundo parecía decantarse por la versión fácil, esa que decía que el novio siempre era el culpable.
—Está bien, Tom. Puedes pasar —dijo, abriéndome la puerta de la habitación—. Pero no la presiones, por favor.
Le prometí que no lo haría y pasé rápidamente dentro. La habitación de hospital era más grande que cualquier otra en la que hubiera estado. Además estaba repleta de flores y de tarjetas de apoyo escritas por personas desconocidas que se alegraban de la vuelta de Greta. Sin embargo, no parecía que hubiera vuelto la misma chica. Su pelo estaba mal cortado, a trasquilones, y el rostro angelical de las fotos estaba manchado por un feo moratón en un pómulo y una extraña cicatriz que le recorría toda la barbilla.
Sus ojos eran lo único que quedaba de esa niña que Arturo había criado solo, ya que seguían brillando con ese intenso verde que me recordó tanto a Verónica.
—Me llamo Tomás. Tu padre me llama Tom, somos amigos —le dije para presentarme—. Me ha dicho que tienes amnesia.
Greta se hundió en el colchón al verme y agarró las mantas que la tapaban tirando de ellas hasta cubrirse por encima del pecho.
—Sé que la policía te ha enseñado la fotografía de otra chica, de Verónica. Ella es… bueno, era mi novia. También tenía tu edad cuando desapareció. Ahora tendrá veintitrés. Por favor, necesito saber qué le ocurrió.
—Lo siento… —contestó con una dulce voz capaz de borrarme la frustración—. Estaba en la biblioteca, me entró sed y salí fuera para ir a comprar un refresco. Estaba atravesando el aparcamiento y veía la tienda al otro lado. Eso es todo lo que recuerdo.
—Pero eso ocurrió hace dos años, Greta.
—Para mí… para mí fue ayer.
La frustración volvió a atizarme con fuerza al darme cuenta de que no sabía nada de medicina, nada sobre el shock postraumático ni cómo conectar la mente de Greta con Verónica. Quizá nunca estuvieron relacionadas después de todo, quizá algo horrible le ocurrió a Greta pero no a Verónica. Tal vez ella simplemente se marchó como me dijo aquella noche en esa maldita conversación que jamás debí revelar a la policía, pues sólo terminó conmigo en un calabozo por supuestamente implantar un motivo falso para la desaparición de mi novia.
—Sé quién es ella… —murmuró Greta de pronto—. Veía sus fotos en la biblioteca, en los carteles que repartieron. Llevaban seis meses buscándola. Recuerdo que me decían que nos parecíamos, pero nunca le puse demasiado atención a aquello.
Al instante se me ocurrió una idea. Saqué el móvil de mi bolsillo y busqué viejos vídeos de Verónica y yo juntos. Se los mostré a Greta esperando que una imagen en movimiento o el sonido de la voz de Verónica despertaran sus recuerdos.
—¿Nada? —pregunté—. ¿No recuerdas haber estado con ella? ¿Haberla oído?
Greta negó con la cabeza y no quiso seguir mirando los vídeos que yo le mostraba. Sabía que era porque la estaba presionando, pero no me importaba. No podía quedarme sin hacer nada. No soportaba ni un día más sin tener una mera pista sobre qué había ocurrido. El no saber nada, absolutamente nada, me torturaba y me provocaba una sed tan intensa que necesitaba algo más que cerveza para calmarla.
Sin darme cuenta agarré su mano y le planté el móvil en la palma para obligarla a que mirara el vídeo una vez más mientras le gritaba que me dijera la verdad, que me revelara lo que escondía y que no mintiera. Greta se puso nerviosa, intentó meterse entre las mantas para no verme, pero se lo impedí. Tiré de ellas junto con las sábanas hacia atrás y descubrí su cuerpo envuelto en un bata de hospital.
Al hacerlo, me di cuenta de mi absurdo y exigente comportamiento. Balbuceé una disculpa pero me perdí en la mirada de Greta. Era intensa, autoritaria. No parecía esa chica inocente de voz dulce que se había asustado con mi arrebato. Se incorporó, se arrancó la vía del brazo de un tirón y me esquivó para salir corriendo por la puerta.
En cuanto reaccioné a su comportamiento, me di la vuelta y empecé a perseguirla mientras oía a Arturo gritarme desde el otro lado del pasillo por no saber qué demonios acababa de ocurrir con su hija.
Los policías que custodiaban su puerta la alcanzaron en cuestión de segundos. Sin embargo, Greta parecía querer soltarse a toda costa. Estaba endemoniada gritando cosas sin sentido mientras los dos agentes la inmovilizaban.
—¡Dejadme, debo llevarla! ¡Tengo que llevarla o él morirá! —gritó sin sentido alguno, zarandeándose para que la soltaran.
—¿Él morirá? —repetí—. ¿De quién hablas? ¿A quién tienes que llevar, Greta? —quise interrogarla desesperado, una vez convertido en un espectador de aquella extraña situación.
Entonces llegó la psiquiatra que la trataba acompañada por varios celadores que se abalanzaron sobre ella para administrarle un sedante.
—¡No, esperad! Intenta decirnos algo —les grité, y volví a centrarme en ella—. ¿A quién, Greta? ¿A quién debes llevar? ¿A Verónica? ¿Y dónde?
Ella balbuceó una negativa mientras se relajaba por la droga administrada. Uno de los policías la cogió en brazos cuando casi se desplomó, pero yo insistí e insistí hasta que ella contestó antes de perder la conciencia:
—A mí, a Greta… —dijo—. Debo llevar a Greta o él morirá…

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CAPÍTULO 3
Bajé a la cafetería del hospital y me senté a la barra. Cuando me sirvieron una copa de vino les pedí que dejaran la botella. Necesitaba algo de anestesia para asumir lo que le había escuchado a los médicos sobre Greta después de un segundo diagnóstico.
Trastorno de identidad disociativo era la frase estrella del día y la cual me era imposible de comprender a pesar de que también lo denominaran trastorno de personalidad múltiple. Es decir, Greta tenía al menos dos personalidades distintas. Tenía otra identidad que había tomado las riendas de su mente desde el momento en el que sucedió el trauma. Durante dos años había sido otra chica en su mismo cuerpo, y era esa persona la que había vivido el secuestro, los abusos y la que había conseguido escapar. Su mente se había refugiado en algún lugar mientras esa otra personalidad se ocupaba de todo.
Greta no tenía amnesia, simplemente no había presenciado nada de todo aquello.
—¿Bebiendo a estas horas? —me soltó el inspector Siena apareciendo de repente.
Resoplé al verlo: era la última persona a la que deseaba tener sentada a mi lado.
—No te critico, Tom —añadió gesticulando con las manos—. Si no estuviera de servicio, yo también habría venido a tomarme una copa de vino. Estas cosas no suceden todos los días.
—No soy capaz de entender cómo es posible… —musité.
—Es una enfermedad mental, y no eres tú el que tiene que entenderlo sino sus médicos —indicó Siena con dureza.
La personalidad dominante era la de Greta, por lo tanto esa otra identidad estaba latente en su cabeza. Esperando para salir cuando llegara el momento adecuado, cuando Greta al fin la liberara.
—Esa otra personalidad es como otra persona ¿no? —pregunté.
El inspector asintió.
—Entonces es a esa otra persona a la que hay que interrogar —concluí.
—No es tan sencillo, Tom. Esto es un asunto muy delicado. Esa otra personalidad, a pesar de no ser la dominante ha estado tomando el control de la vida de Greta durante dos años enteros. No ha permitido que la verdadera Greta asome la cabeza ni por un instante y cualquier paso en falso provocaría que eso volviera a pasar si se siente en peligro. Su mente se cerraría dejando paso a la otra y Arturo volvería a perder a su hija, quizá para siempre.
Agarré mi copa y empecé a beber sin detenerme a respirar. Quería que el alcohol aplacara mi confusión, pero no lo conseguí. En cuanto terminé la copa, solté todo lo que pensaba al inspector.
—Aunque todo esto sea una locura hay que hacer algo ya. La otra chica, la que vive en la mente de Greta, sabe todo. Ella sabe dónde ha estado y qué le ocurrió. Incluso puede saber algo de mi novia. Su obligación, inspector, es averiguarlo sin importarle quién de las dos Gretas se lo cuenta.
Siena meneó la cabeza con desaprobación.
—Verónica ya no es tu novia —dijo, implacable—. Ella te dejó días antes de que desapareciera.
Suspiré tristemente.
—Me preocupa que todos os quedaseis con eso y no con el resto de aquella conversación —musité—. Os dije que cortó conmigo porque quería marcharse, dejarlo todo y empezar alguna otra cosa en otra parte.
—Entonces, ¿en qué quedamos, Tom? ¿Verónica se marchó o le ha ocurrido algo como a Greta Duarte?
Apreté los puños sobre la barra. No soportaba el tono condescendiente del inspector.
—¿Y qué pasa con lo que dijo esa otra personalidad de Greta? —quise reconducir el tema—. De repente salió corriendo hacia el pasillo y me dijo que necesitaba llevar a Greta a algún lado. Es decir, llevarse a sí misma a algún sitio.
—Los psiquiatras van a tratarla con paciencia. Despertarán poco a poco esa otra personalidad hasta que no haya riesgo y pueda decirnos qué quería decir.
—¿Y ya está? Puede pasar mucho tiempo hasta que eso ocurra.
El inspector se encogió de hombros como si no hubiera prisa. Frustrado, agarré la botella de vino y estuve a punto de rellenar mi copa cuando recordé que yo la había hecho despertar. La otra personalidad de Greta, la que sabía todo, había aparecido delante de mí mientras todos creían que simplemente sufría amnesia. Tal vez podía volver a hablar con ella y obligar a su otra yo a que apareciera para una pequeña charla secreta.
Solté la botella y me levanté del taburete para ir de nuevo a la habitación de Greta. El inspector no me preguntó nada ni se interesó en saber a dónde iba. Tan sólo me advirtió que debía estar disponible en cualquier momento si me necesitaban, pero yo ni siquiera contesté. Sólo seguí caminando mientras pensaba en la forma de hurgar en la torturada mente de esa chica hasta hacerla estallar.
CAPÍTULO 4
Arturo me lo habría impedido de haberle contado mi plan. Casi habían transcurrido treinta y dos horas desde la aparición de Greta y él apenas se había separado de ella, pero razones para mostrarse protector no le faltaban.
Sin embargo, yo permanecí a la espera de que él necesitara tomarse un momento para ir al baño o para fumarse un cigarrillo en la calle y así dejara a Greta sola en la habitación.
Cuando ocurrió, tuve que convencer a los dos policías que custodiaban la puerta de que Arturo me había pedido que lo sustituyera mientras él se ausentaba. Una vez que mis argumentos les parecieron razonables entré atropelladamente en la habitación.
—Siento molestarte —dije al verla—, pero debo pedirte un favor.
Ella estaba de pie, se había movido desde la cama hasta la ventana para observar el exterior. Al verme se sobresaltó, su cabeza rápidamente se hundió entre sus hombros y su mirada bajó al suelo sin atreverse a echarme de allí.
—Tienes que dejar salir a la otra —le dije sin vacilar—. Ella puede darme respuestas.
Greta se negó con bruscos movimientos de cabeza.
—Se equivocan. Yo no estoy loca —farfulló, nerviosa.
—¿Recuerdas cómo te arrancaste la vía del brazo? —pregunté—. ¿Recuerdas que saliste corriendo hacia el pasillo mientras tú y yo hablábamos?
Alzó sus tímidos ojos, cubiertos por los pocos mechones que le quedaban largos y simétricos, para después mirarme con curiosidad.
—No hice nada de eso… Mientes… Estás mintiendo —murmuró.
Suspiré, resignado. Tal vez mi plan tenía demasiados inconvenientes en los que no había pensado. Después de todo, Greta era una víctima con trastornos mentales y me había precipitado al imaginar que podía llegar allí y exigirle cualquier cosa.
—Sois dos en tu cabeza. Por eso no lo recuerdas, Greta —me atreví a explicarle a pesar de que yo también había necesitado tiempo para entender el diagnóstico—. Tu otra yo ha intentado decirme algo. Quería huir de aquí, necesitaba llevarte a un sitio.
Ella volvió a zarandear la cabeza rechazando mis palabras. No confiaba en mí y no la culpaba. Yo no era más que un tipo desconocido que bebía más de la cuenta para no pensar ni sentir el pasado.
—Deja que salga —le pedí por última vez—. Sólo le preguntaré sobre Verónica. Por favor deja que salga tu otra personalidad.
—Los médicos me han dicho que es peligroso… y ni siquiera sé cómo hacerlo. No sabía que otra persona pudiera vivir en mi cabeza —murmuró consternada casi para sí misma.
Se giró de nuevo hacia la ventana y plantó las manos en el cristal como si necesitara abrirla para respirar un poco de aire fresco que la pudiera aliviar.
—Sea como sea, ella te ha salvado —indiqué, volviendo al tema—. Gracias a la otra ahora no recuerdas nada de lo que te ha ocurrido, y por tu aspecto parece que ha sido algo terrible.
Volvió a mirarme. Sus ojos verdes brillaban por las lágrimas que intentaba contener.
—Aunque supiera cómo hacer que esa otra yo aparezca, no querría que pasara —indicó—. No quiero saber qué me ha ocurrido. Dicen que me han violado, que me han torturado y que no se ha sabido nada de mí en 789 días. Y sin embargo… estoy bien. Yo estoy bien. Mi cuerpo lo ha padecido pero son los recuerdos de otra persona.
Todo aquello era estremecedor y tremendamente incomprensible. ¿Y si Greta arrastraba esa enfermedad y no se había dado cuenta? ¿Se habría despertado alguna vez sin saber cómo había llegado a un lugar? ¿Le habrían contado cosas que nunca llegaba a recordar?
—Tu otra yo se ha sacrificado por ti —dije como último recurso—. No sé mucho sobre el tema, pero creo que tu enfermedad no es más que la forma que encontró tu mente para protegerte, para salvarte. Estuviste a salvo durante dos años mientras otra recibía las palizas y los abusos. Y ahora esa otra tú intenta hablarte y no puedes mirar hacia otro lado. Estaba desesperada por salir de aquí, por mostrarte algo. Escucha lo que tenga que decir, le debes eso al menos.
Pero Greta no mostró estar de acuerdo, aunque pareció pensárselo de camino a la cama. Se subió y se arropó con intención de dormir. Era evidente que tenía miedo. Los médicos creían posible que en algún momento pudiera escuchar en su mente los pensamientos de su otra yo, lo que la aterrorizaba.
Pero yo me centré en conseguir lo que me había propuesto. Así que pedí perdón por lo que estaba a punto de hacer confiando en que Greta no recordara nada después.
—Por favor, vete —me dijo al ver cómo me acercaba a ella de forma sigilosa.
Cuando me puse a su lado agarré sus mantas y se las arranqué. Las mandé al suelo y la cogí de los pies, apretándoselos con fuerza. Toda ella se puso en guardia, empezó a temblar y a gritar hasta que algo se lo impidió. La voz se le quedó estancada en la garganta y se quedó muy quieta, casi tranquila, hasta que la miré a los ojos y descubrí otro brillo totalmente diferente en ellos.
—Me querías a mí ¿no? —pronunció Greta con confianza, pero ya no era ella. Era tan evidente que la piel se me erizó al comprobar el contraste entre sus dos personalidades—. Has sabido bien cómo dejarme salir, Tom. Greta no soporta el contacto masculino, le da verdadero pánico que un hombre la toque.
—¿Cómo sabes mi nombre? —farfullé.
—Escucho y veo todo lo que Greta escucha y ve, aunque no sucede lo mismo al revés. Ella es la que domina, yo sólo soy su sombra. Una que no conoce.
Su tono de voz era firme, de una mujer adulta con un punto de sensualidad que chocaba con la personalidad inocente de Greta.
—¿Y bien?¿Vas a ayudarme? —soltó de pronto, imperiosa—. Necesito ir a un sitio.
Se cogió uno de los mechones del pelo y empezó a enredárselo en los dedos.
—Antes yo necesito hacerte unas preguntas —indiqué—. Mi novia, Verónica, desapareció seis meses antes que Greta y ella…
Busqué rápidamente el teléfono móvil para enseñarle una fotografía, pero ella me detuvo con unas palabras que se me clavaron en el alma para terminar de desgarrar lo que quedaba de ella:
—Deja de buscarla, Tom. Verónica está muerta.
CAPÍTULO 5
Cuánto más tiempo pasaba menos entendía cómo había sido capaz de sacarla del hospital sin que nadie se diese cuenta. Estaba metiéndome en un buen lío y sin embargo no frenaba el coche o daba media vuelta. Seguía adelante, escuchando las indicaciones de la otra personalidad de Greta mientras ella se cambiaba de ropa en el asiento del copiloto. Se quitó la bata del hospital, quedándose desnuda, para después ponerse mi chaqueta a modo de camiseta y unos pantalones de cirujano que había robado por el camino. No pude evitar fijarme en su piel, extremadamente pálida y casi transparente, como prueba de que no había recibido la luz del sol en mucho tiempo.
—¿Dónde estamos yendo? —pregunté.
—Al principio —contestó—. O él morirá.
—¿Quién? ¿El hombre que te hizo eso?
Ella apretó la mandíbula y no contestó. Simplemente alzó la mano para indicarme la calle que debía tomar. Pensé en lo que había dicho de Verónica, que estaba muerta, pensé en que me había vuelto loco y en que definitivamente acabaría en la cárcel por no saber qué demonios estaba haciendo.
—Deberíamos volver —dije con sensatez—. Cuéntale todo a la policía y que ellos te ayuden.
—No, ni hablar —contestó, tajante—. ¿No te has dado cuenta de que quieren convertirnos a Greta y a mí en su experimento? Pretenden encerrarnos en esa habitación para estudiarnos, no les preocupa nada más y no dispongo de tiempo. Greta no me dejará quedarme mucho más, está gritándome ahora mismo para que demos la vuelta. La oigo en mi cabeza.
La calle que tomamos nos envió a las afueras, donde apenas había casas. La carretera se volvió vieja y estrecha según avanzábamos hasta el punto de acabar en un camino de tierra. Supuse que la policía nos encontraría enseguida a pesar de la dificultad de la trayectoria que llevábamos. Y cuando eso pasara yo estaría de nuevo en problemas y todo ello por fiarme de una loca que había prometido revelarme el lugar donde se encontraba el cuerpo de Verónica.
—¿Por qué conoces el camino? —pregunté.
—Lo memoricé cuando escapé. Sabía que cuando pudiera volvería a por él.
Detuve el coche de inmediato al escucharlo. Nos quedamos parados en mitad de ninguna parte.
—No pienso continuar si vamos a salvar o ayudar, o lo que sea, al hijo de puta que os ha hecho esto —exclamé tirando del freno de mano.
—No se trata de Diablo —contestó—. No me refería a él.
—¿Así es como llamas a tu secuestrador? ¿Diablo?
Ella asintió.
—El nombre se lo puso Verónica —explicó—. Pero continúa, ¡vamos, arranca!
—No pienso conducir hasta que no me lo cuentes todo.
Ella suspiró, frustrada por mi empeño.
—Verónica decía que eras muy controlador. Que siempre tenías que saber todo, tenía razón.
Escuchar aquello me provocó una sofocante sed y deseé con todas mis fuerzas regresar a la civilización, entrar en alguna licorería y pillar un par de botellas de whisky. La garganta me abrasaba por el deseo de una simple gota de alcohol en la lengua.
—Greta, tienes que decirme que te ocurrió a ti y a Verónica de una maldita vez, estoy perdiendo la paciencia.
—¡No me llamo Greta! —escupió—. Ella no soy yo.
Tomé aire por la situación y me armé de paciencia.
—De acuerdo, ¿cómo te llamo entonces?
—Diablo me llamaba Dos —contestó.
—¿Dos? Eso es un número, no un nombre —me quejé, agotado de ver a la hija de Arturo, la que tantas veces había contemplado en fotografías, convertida en otra persona.
—Un número es lo que soy, ¿no lo ves? —gruñó—. Soy la segunda en la mente de Greta y también fui la segunda para Diablo. Verónica llegó primero. ¿De verdad quieres que te cuente todo?
Asentí varias veces, totalmente exhausto por tratar con esa otra chica que no parecía nada cohibida al hablar.
—Greta iba andando por el aparcamiento de la biblioteca y entonces las dos sentimos un fuerte golpe en la cabeza —empezó a decir—. Ninguna había sentido ese dolor antes, fue tan insoportable y agotador que las dos perdimos la conciencia. Pero al despertar fue Greta quien vio a Diablo encima de nosotras. Estaba sudando, gemía y de nuevo nos provocaba un intenso dolor entre las piernas. Entonces salí yo y tomé el control de nuestro cuerpo mientras Greta se escondía.
—¿Se escondía? —Me froté la frente al intentar comprender todo aquel entramado psicológico.
—Greta buscó un rincón en nuestra mente y se quedó ahí, atrapada. Diablo le aterrorizaba y la casa estaba sucia, olía fatal y eso le daba asco. Así que yo fui fuerte y supe que debía protegerla. Llevaba mucho tiempo esperando para salir.
—¿Y dónde encaja Verónica en todo esto? —pregunté.
Miró al frente, visualizando el final de aquel camino de tierra y se acomodó en el asiento soltando una bocanada de aire.
—Ella estaba muy mal cuando yo llegué. Apenas tenía tripa pero estaba embarazada de cinco meses —confesó.
Se me revolvió el estómago al instante. Agarré el volante y lo apreté con todas mis fuerzas para poder seguir escuchando.
—Diablo quería que se muriera —continuó—. No le servía débil y preñada, así que quería una sustituta. Otra mujer que lo divirtiera. Por eso me llamó Dos. Yo fui la segunda y podía haber habido otras muchas si yo no hubiera interpretado tan bien mi papel.
—¿Qué quieres decir?
—Le daba casi toda mi comida a Verónica para que saliera adelante y me dedicaba a convencer a Diablo para que sólo me llevara a mí por las noches. Fue así durante mucho tiempo.
La sed se me hizo insoportable. Solté el freno de mano y arranqué el coche de nuevo, cargado de una rabia que nunca había sentido antes. Me ardía el pecho y me pedía a gritos una copa de vino y el cumplimiento de una promesa que le revelé a ella al instante.
—Voy a matarle. Te juro que voy a matarle. Indícame el camino, ¡vamos! —dije mientras aceleraba.
Ella me puso una mano en el hombro y me pidió que me tranquilizara.
—Diablo no volvió a tocarla —empezó a decir—. Hice todo lo que pude por ella, pero no aguantó mucho después del parto. Sé que estás furioso, pero si te llevo a ese lugar no es para vengarnos de Diablo.
Suspiré.
—Es por su hijo —adiviné—. Verónica dio a luz a un niño y vuelves a por él.
—Eso es, le prometí a ella que siempre lo cuidaría. Ahora tú prométeme que no le harás daño a Diablo cuando lleguemos.
Aceleré aún más dejando una humareda de polvo en el camino mientras contestaba:
—Me temo que no puedo prometerte eso. Es más, voy a hacer todo lo contrario. Así que será mejor que dejes salir a Greta de nuevo.
—¿A Greta? ¿Por qué?
—Porque así será más fácil, ella no siente ningún vínculo por tu secuestrador. Greta no sufre el síndrome de Estocolmo.
CAPÍTULO 6
Los ojos me picaban por el sudor de la frente. Sudaba a borbotones sin poder controlarlo a pesar de que me moría de sed. Mi boca estaba completamente seca y no podía decir ni una sola palabra. Tan sólo sudaba y temblaba al ver a aquel niño delante de mí, llorando sin consuelo mientras Dos le daba besos en un moflete.
Ese niño de año y medio tenía toda su esencia. Era ella, era Verónica. Sus hermosos ojos verdes y el carácter rebelde estaban en él, aunque estaba sucio, mal vestido y seguramente sus lloros se debían al hambre.
Dos tenía razón, era una casa mugrienta que al final no había sido muy difícil de encontrar. Sólo habíamos seguido recto todo el camino de tierra hasta toparnos con la casa, fabricada con chapa. Merodeé hasta encontrar la habitación donde Diablo las había tenido retenidas. Era un espacio demasiado pequeño para dos mujeres y un bebé, completamente pintado de negro y lleno de bridas por el suelo, un par de colchones que apenas llegaban a un dedo de grosor y sin ninguna ventana al exterior.
—Diablo ha debido abandonarle —indicó Dos refiriéndose al niño—. Estaba segura de que haría eso cuando viera que me había escapado, que no le haría daño.
—Abandonarlo no es precisamente salvarlo —pronuncié—. Llamaré a la Policía.
Salí al exterior para hacer la llamada. Escuché los eternos pitidos que indicaban que el inspector Siena tardaba en descolgar, así que mientras esperaba intenté no pesar en beber.
También traté de no escuchar los lloros de aquel niño, hijo de ella y de un monstruo, e intenté no imaginar qué dirían sus padres, cómo reaccionarían al saber que no volverían a ver a Verónica. Y entonces me di cuenta de por qué había decidido sacar a Dos del hospital: el cuerpo sin vida de Verónica estaba aún allí, oculto en algún lugar de aquel páramo en el que nos encontrábamos. Apenas había árboles que ocultaran la casa o el camino. Sólo una llanura desértica en la que aquel tipo había construido su cárcel de chapa.
Volví a marcar cuando Siena no respondió y con el móvil pegado a la oreja empecé a caminar por los alrededores, buscando algún movimiento en la tierra o alguna señal que me indicara dónde estaba ella.
—¡La has jodido bien, Tomás! —me chilló Siena al descolgar—. ¡Más te vale que Greta Duarte aparezca sana y salva o meteré tu culo en una puñetera celda! ¡Dime ahora mismo dónde estás!
Le indiqué el trayecto adecuado para encontrarnos y colgué sin que me afectaran las palabras del inspector. Sólo estaba concentrado en mi tarea de hallar lo que quedara de Verónica aunque eso me rompiera el maldito corazón. Pero era como buscar una aguja en un pajar. Si Dos no había mentido y Verónica estaba muerta, debía de estar enterrada en alguna parte de aquella llanura espesa, repleta de malas hierbas y plantas secas. Era demasiado arriesgado que Diablo, fuera quién fuese ese desalmado, se hubiera deshecho de su cuerpo de otro modo.
Desistí cuando escuché el traqueteo de un coche avanzando por el camino de tierra. Pensé que se trataba de la Policía, que apenas había tardado un par de minutos en aparecer. Sin embargo, cuando me giré sólo vi una camioneta aparcando en la entrada. El motor se detuvo y bajó un hombre de unos cuarenta años. Llevaba un mono gris de trabajo y una gorra. Sin percatarse de mi presencia, fue hacia la parte trasera de la camioneta y sacó un par de bolsas que contenían pañales.
No pude ver bien su cara, tenía una poblada barba marrón tapando sus asquerosas facciones y además casi me daba la espalda. La ira se encendió en un punto exacto dentro de mi pecho y supe perfectamente lo que quería hacerle, pero entonces me di cuenta de que ya no se oían los lloros del niño. Dos debía haberlo hecho callar al darse cuenta de que el monstruo había vuelto.
Volví a marcar el número de Siena.
—Él está aquí —pronuncié antes de que pudiera decirme nada—. Si no llegas en un minuto, yo me encargaré del monstruo.
Colgué sin querer oír las amenazas del inspector para que me mantuviera donde estaba y entré en la casa dando una patada en la puerta. Tenía los puños apretados y estaba cargado de coraje, totalmente preparado para devolverle los golpes a aquel desgraciado que había acabado con Verónica, pero cuando lo encontré se hallaba en el suelo de la habitación zulo, inconsciente. Alcé la mirada y vi a Dos sosteniendo al niño con una mano y con un afilado cuchillo en la otra del que goteaba sangre.
—Dame al niño —ordené, esquivando el cuerpo de aquel hombre—. Dos, dame al niño y sal de aquí.
Ella no se movió. Estaba temblando, con los ojos abiertos de par en par. Quería hundir la cabeza entre los hombros y decir algo que era incapaz de pronunciar.
—¿Lo… lo… lo he matado? —farfulló con una voz que me recordó más a la de Greta.
Me giré y vi que le había asestado una buena puñalada en el costado. El charco de sangre se hacía más grande cada vez y yo no sentía ninguna gana de agacharme a comprobar si seguía teniendo pulso. De haber sido así, yo mismo le habría asestado otra puñalada para mandarlo al infierno.
—Dos, escúchame, tienes que soltar el cuchillo y salir de aquí. La Policía está a punto de llegar.
Me entregó al niño y se escabulló hacia la puerta cuando escuchamos las sirenas de la Policía. Yo también salí para que aquel pequeño no continuara viendo ese horror, pero se había cansado de llorar y parecía no entender nada. Simplemente se acurrucó entre mis brazos agarrando el cuello de mi camisa con sus pequeños dedos y no pude evitar sentirla a ella abrazada a mí.
CAPÍTULO 7 FINAL
Por supuesto los padres de Verónica no me pidieron disculpas por haberme acusado de la desaparición de su hija durante dos años y medio, pero me compensó ver que iban a adoptar a su hijo y que se mostraban felices por haber terminado con todo aquello. Parecía que se habían resuelto todas las preguntas. Y una parte de Verónica, un ser pequeño e inocente, iba a vivir por ella ahora que el monstruo se había ido.
Eso parecía bastarles a todos.
—Puedes irte —me dijo Siena en el pasillo del hospital—. El cuchillo no tiene tus huellas, no fuiste tú quién mató a ese hombre. Aunque de haberlo hecho te habría dado la enhorabuena a pesar de nuestra trayectoria, Tom.
—Debería haberlo hecho yo —musité—. ¿Qué le ocurrirá a Dos ahora?
—¿Dos? —repitió hasta que se dio cuenta de a quién me refería—. Los psiquiatras dicen que hay una terapia para el trastorno de personalidad múltiple que elimina a las «otras» personalidades. Es algo parecido a una cirugía, aunque aún está en etapa experimental.
—¿Van a abrirle la cabeza? —pregunté, consternado.
Él se encogió de hombros.
—Eso creo —señaló—. Aunque dicen que lo mejor sería que ella, mediante terapia psicológica, terminara asimilando los recuerdos de su otro yo. Algo así como tragarse a la otra personalidad hasta que ambas se complementen en una sola.
Negué con la cabeza ante esa posibilidad.
—Entonces Greta sabría todo lo que le ha ocurrido en realidad y hasta podrían acusarla de apuñalar a ese enfermo.
—Por eso es mejor la otra opción —indicó Siena—. Si Dos, como tú la llamas, desaparece de la mente de Greta, no habrá nadie a quién acusar de esa muerte. Todos ganamos.
—Fue en defensa propia —quise argumentar por si servía de algo.
—No, no lo fue. No había signos de forcejeo ni lucha. Por lo que respecta a las pruebas, esa chica estaba allí para vengarse de su secuestrador. Aplicar justicia por nuestra cuenta sigue siendo un delito, Tom.
Eso me hizo recordar el evidente síndrome de Estocolmo de Dos. Me despedí del inspector y fui directo a hablar con Greta, o con Dos. Aún dudaba de a quién encontraría esta vez.
Arturo estaba con ella y casi me atropelló con su enfado al verme entrar en la habitación.
—¡Cómo se te ocurre llevártela del hospital!
Al instante, la que parecía ser Greta calmó la cólera de su padre y le pidió que saliera un momento. Arturo no estaba dispuesto a ceder, pero la increíble ternura de su hija terminó convenciéndolo.
—Sólo te daré cinco minutos —me advirtió Arturo con prudencia—. Y esta vez estaré apoyado en la puerta, ¿entendido?
Tras asentir con mucha obediencia, nos dejó solos.
—No te preocupes, se le pasará —dijo Greta, sentada en la cama de nuevo aunque esta vez con las mantas únicamente en los pies.
—El inspector Siena me ha hablado del tratamiento…
—Es experimental —señaló rápidamente—. Creen que puede eliminar a mi otra personalidad.
—Pero, ¿cómo? —quise saber—. ¿No será con electroshocks y esas atrocidades?
—Tal vez sea algo así… —murmuró—, pero lo prefiero antes que la hipnosis y acabar sabiendo lo que Dos ha hecho por mí.
Fui derecho hacia ella cuando algo no me cuadró.
—¿Cómo sabes que se llama Dos? Creía que tú no podías oírla —indiqué.
—Tú acabas de llamarla así —dijo.
No, no lo había hecho. Ese extraño nombre numérico sólo se lo había comentado a Siena y eso había sucedido hacía apenas unos minutos.
Greta se retorció y buscó inmediatamente las sábanas para cubrirse como hacía siempre. Era escalofriante ver el contraste entre esas dos extrañas hermanas gemelas que no lo eran. Tenía que acostumbrarme a ver dos personas tan distintas en el mismo cuerpo, pero aún me costaba. E incluso echaba de menos a Dos. Ella se había mostrado valiente, arriesgada en todo momento. No había miedo en ninguna parte de su cuerpo y era evidente que se sentía superior, soberbia algunas veces, pero también era atractiva y resuelta. Greta, sin embargo, estaba allí envuelta entre su capa de protección, queriendo ser la niña pequeña que su padre había criado.
—Fuiste tú… —susurré de repente sin llegar a analizar bien lo que estaba a punto de revelar—. Tú, Greta, apuñalaste a ese hombre. No fue Dos, sino tú.
Los ojos se le abrieron de par en par y ninguna explicación o defensa salió de su boca.
—Ella no habría sido capaz de hacerlo —añadí—. Se sentía unida a él. Quería regresar a por el niño, pero no le dijo nada a la Policía porque no quería que lo detuvieran a él. A Diablo. ¿Sabes quién es, verdad?
Negó con la cabeza varias veces, pero le sostuve la mirada con tanta fuerza que se quedó muy quieta. No podía seguir negando lo que yo ya había asumido como verdad.
—Ella hablaba contigo en el coche y yo estaba allí, oyéndolo todo —murmuró de pronto—. No quería hacerlo, quería salir, obligarte a que dieras la vuelta pero Dos luchaba con tanta fuerza por impedírmelo…
Me llevé las manos a la cabeza de inmediato. Era demasiado difícil de entender todo aquel asunto psicológico sin una cerveza en la mano.
—Según os oía hablar, también veía sus recuerdos —continuó—. ¡Dios, quería que parara! Eran horribles, era yo pero no me sentía yo. ¿Lo entiendes?
—Cada vez un poco más —contesté.
Greta suspiró.
—Cuando Diablo entró por la puerta, ella lo vio y me dejó salir. En ese momento era yo quién tenía que protegerla a ella de lo que sentía por él, de su vulnerabilidad.
—Si esto se llega a saber pueden acusarte, Greta —advertí.
—Lo sé… —Volvió a suspirar—. Sólo pensé en salvar a Dos, ella lo había estado haciendo por mí durante años y también por Verónica. Se sacrificó por ambas.
Me quedé sin fuerzas y decidí apoyarme en la cama de Greta antes de hablar.
—Vas a terminar con la vida de Dos por algo que ella no ha hecho —expuse—. Harás que desaparezca para siempre si te sometes a ese tratamiento experimental.
—¿Acaso crees que ella quiere seguir viviendo después de todo lo que le ha pasado?
Volví a frotarme la frente.
—De acuerdo, es tu decisión —afirmé—. Tu eres la personalidad dominante.
Me levanté para salir de allí cargado de dudas por si estaba equivocado, por si todos lo estábamos.
—¿Cómo saben que tú eres la dominante? —pregunté sin querer antes de salir—. ¿Cómo saben que tú, Greta, has estado desde el principio ahí?
—No lo saben —afirmó, tajante, casi orgullosa—. Lo dan por hecho. Tú simplemente no quieres que sea así porque Dos te recuerda a Verónica. Te gustaría que fuera ella quién se quedara con mi cuerpo para que tuvieras la oportunidad de encontrar a otra rubia de ojos verdes y carácter rebelde, ¿no es así?
Balbuceé una negativa, intentando aclarar que eso no era cierto, pero no pude al pillarme por sorpresa la forma con la que Greta se había defendido.
Abrí la puerta y salí de allí sin querer decir nada más. Sólo quería llegar cuanto antes a casa, beberme una cerveza y dejar de pensar que, de las dos personalidades de esa chica, la que realmente quedaría en el mundo sería la que había sido capaz de asesinar a sangre fría.
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Sobre mí
Me llamo Silvia Lambda. Tengo 25 años y soy farmacéutica. He aquí el contraste entre mi profesión científica y mi vocación creativa. Pensaba que era incompatible compaginarlas, pero ahora sé que se complementan a la perfección gracias a una musa valiente que no me deja en paz y me obliga a escribir, a sacar todos los personajes que llevo en la cabeza. Y puestos a contar historias, ¿por qué no hacerlo a lo grande? Si estás aquí es para realmente maravillarte con la lectura, a eso quiero dedicarme.
¿Nos seguimos? @SilviaLambda
Que interesantes tus relatos…son muy atrapadores y derrochan creatividad
Nos has vuelto a escribir? Encuentro solo rastros tuyos hasta el 2017
También escribo MIcrohistorias
Hola María!! Gracias por leerme, puedes saber más de mí en mi perfil de Instagram, ahí estoy siendo más activa.
@silvialambda
Silvia eres increíble, un placer conocer también está parte de ti y disfrutar de tu creatividad, un placer evadirme de los ratos de estudio descubriendo minimundos como este, del suspense, de la intriga, de los sentimientos y pensamientos de tus personajes o simplemente de la historia (que ya es mucho)
Gracias por compartirlo con nosotros!
😉
Gracias Anabel, me alegro mucho de que te esté gustando la lectura y de que te pueda ayudar en los descansos tras tanto estudiar. Ojalá te gusten también el resto de historias! Mucha suerte con tus estudios 🙂
Vaya tela esto es increíble..me molo un montón esta historia creo que aún más que la de que nos diste por elegir con Leo..porque la otra acabo umpoco así quería ver la continuación ..si salieran juntos etcon etc ….me molan tuns historias un Beso grande de una fantástica Rumana de Transilvania que vive en Madrid …xoxo
Un poco escalofriante la historia pero sin duda, una narración impresionante. Enhorabuena. Me pasaré por aquí de vez en cuando para seguir a tus personajes 😉
Gracias Nina, será un placer tenerte por aquí.