Él se inclinó hacia delante intentando comprobar el estado del cielo a pesar de que era evidente que se estaba cayendo sobre ellos. Entonces volvió a agarrar con fuerza el volante y evitó no mirarla con el rabillo del ojo. Pero fue imposible. Y en cuanto lo hizo, ella soltó una carcajada tan bonita e inquietante como la niebla que los rodeaba.
—¿Buscas estrellas en el cielo en esta noche? —le preguntó, burlándose.
—No se me ocurriría —contestó él mientras la niebla, que dificultaba la conducción, daba paso a una líquida nevada.
Enseguida las líneas de la carretera se borraron. Las curvas se volvieron retos incómodos y la oscuridad y el frío los dejó en un agujero entre montañas.
—¿Tienes miedo? —le preguntó a ella cuando vio que se despegaba de la ventanilla en la que se había apoyado nada más subir al coche para observarle sin descanso mientras conducía.
Sus pómulos estaban coloreados por el aire caliente de la calefacción que apuntaba directamente a su cara.
A ella le gustaba así. Esa calidez contrastando con el temporal de fuera. Quizá por eso él le intrigaba también. Porque parecía otro contraste. Tan seguro de sí mismo sujetando el volante cuando, en realidad, la incomodidad se asomaba a través de aquella pregunta.
—Sí —contestó ella—. No se ve nada. Quizá deberías parar.
—¿Parar? ¿Dónde? —Alzó una ceja, desconcertado—. Si lo hago puede ser peligroso para los coches que vengan detrás.
Ella se inclinó y miró el reloj del coche junto al indicador de la temperatura exterior que señalaba la congelación de la carretera.
—No vendrá nadie detrás —explicó entonces—. Nadie coge el coche de madrugada por esta carretera. Todo el mundo sabe que es demasiado peligroso.
Él terminó de fruncir el ceño.
—Debí haber preguntado si era buena idea marcharme tan tarde.
De pronto se sintió un novato. La aventura que había decidido emprender se complicaba sin que hubiera forma de evitarlo. Su arrebato por salir de aquel pueblo no había surgido en el mejor momento a pesar de haberse encontrado con una chica en su misma situación. Alguien más que quería salir de allí cuanto antes, sin que importara lo más mínimo lo que la naturaleza había desenvuelto en la carretera.
Volvió a mirarla.
Ella no apartaba los ojos del vacío que tenían delante. Los labios algo despegados, concentrada, y los hombros contraídos, echados un poco hacia delante. Solo habló cuando él entendió que había que hacerse a un lado en el tramo más grande que vio de arcén. Al segundo, el coche fue rodeado por la espesa niebla y millones de gotas pesadas que no terminaban de cuajar cubrieron las ventanillas.
—¿Si sabías que nadie coge esta carretera a estas horas por qué has subido a mi coche? —preguntó, intrigado.
—Necesitaba que me llevaran —contestó, refugiándose en sí misma cuando la niebla le hizo pensar que tenía frío.
—¿Llevarte de madrugada? ¿Por qué es tan urgente?
Ella le miró. Su curiosidad masculina casi le parecía una reprobación a su comportamiento. Pero los dos habían tomado la misma mala decisión. Los dos estaban aislados en mitad de la nada mientras el exterior se congelaba. Ninguno había obligado al otro a huir de aquel pueblo que dejaban atrás. Y a pesar de no conocerse en absoluto, compartían esa misma necesidad por atravesar una carretera oscura lo antes posible.
—Cada viernes a esta hora me voy de allí —explicó ella, subiendo las rodillas al asiento—. Siempre hay algún loco que se atreve a cruzar la carretera. No tengo problemas para salir de ese pueblo.
Extendió la mano y apagó la calefacción.
—Solo un momento —explicó—. La niebla no tardará en despejarse.
Lo dijo con una convicción estremecedora a pesar de ser una mentira tan evidente. Inmediatamente él se quitó su chaqueta y se la tendió. Aquel gesto hizo que ella sonriera. De nuevo aquella sonrisa que le intrigó desmesuradamente. Era bonita, de lo más sencilla y amarga. Una sonrisa irónica como si aquella chica desconocida ya hubiera visto todo en la vida y le divirtiera acertar los pasos que venían a continuación.
Cogió la chaqueta y la lanzó a los asientos de atrás. Se desabrochó el cinturón y, con aquella sonrisa entre pícara y tímida, saltó detrás ella también con demasiada agilidad sin que le importara el freno de mano ni la palanca de cambios.
—Ven conmigo —le pidió.
Él miró a través de las ventanillas. Habría dado lo que fuera por ver alguna estrella, pero solo había oscuridad y peligro envolviéndolo todo. Aunque entremedias existía una extraña calidez que emanaba de ella. De no saber su nombre ni las razones que la habían llevado a subirse a un coche con él, que era un desconocido y un loco por haber decidido conducir a altas horas de la madrugada con tal de escapar de una vez.
Abrió la puerta del conductor, sintió el corte frío de la tempestad en su cuerpo y entró en la parte de atrás donde ella lo acogió envolviendo esa chaqueta como manta para los dos. Al segundo, la ventisca se volvió violenta y cayó sobre el vehículo tiñendo las ventanas de blanco. Ya no existía oscuridad, sino un cálido e inquietante recoveco que ambos habían querido formar.
—¿Por qué siento que te conozco? —le preguntó aguantando las irrefrenables ganas por dejar las manos sobre las piernas de ella, que se extendieron por encima de él cuando se tomó la confianza necesaria para compartir el calor corporal que les quedaba.
—Es por la tormenta —contestó ella—. Compartir algo extremo saca tu parte más humana y te obliga a conectar. Esto es solo una conexión surgida en el peor momento de la mejor casualidad.
Pero él se dijo a sí mismo que había algo más. No solo una conexión, sino también una oportunidad. Aun reconocía el deseo cuando lo tenía delante y sabía que era mutuo, no solo por el morboso peligro que los había dejado aislados.
—¿Por qué necesitas que alguien te lleve cada viernes? ¿Por qué te arriesgas a ir con desconocidos?
Ella se acurrucó sobre su regazo. El olor de su pelo embriagó su nariz y le dio el mensaje definitivo que su mente necesitaba sobre la calidez que emanaba de ella. Era guapa. Unos labios pequeños pero carnosos, sus ojos que lo sabían todo y la curiosidad que ella le despertaba eran cosas que le hacían querer abrazarla toda la noche. Y aún así aquel contacto, lejos de aportarle esa ternura, lo enardeció por completo.
Ella acercó los labios a su oído y le contó una historia. Una historia inventada, surgida de lo más profundo de su imaginación. La razón que la llevaba a querer atravesar la tormenta cada madrugada del viernes. Y después le besó. Y él dejó que sus labios se unieran una y otra vez mientras desobedecía su instinto de no tocar nada. Avanzó con sus manos acariciando esas largas piernas femeninas que se movieron para sentarse encima de él.
El interior del coche empezó a equilibrarse con la temperatura exterior, pero no para ellos. El vaho salía de sus bocas cuando se separaban un segundo para mirarse intentando leerse la mente y así descifrar a qué jugaban. No sabían qué era exactamente y eso les preocupaba a ratos. Tal vez eran solo dos desconocidos embriagados por el miedo de lo que ocurría fuera o quizá estaban sedientos de que otro los completara. Lo cierto era que, cuanto más la besaba y hundía las manos entre su ropa intentando encontrar piel, más deseaba que aquella nefasta noche no acabara. Se dijo a sí mismo que era su historia, la que ella le había susurrado en el oído, lo que provocaba ese efecto en él. Y se dijo también que la creería a pesar de ser inventada y que descubriría cada pequeño detalle que ella le contara si así conseguía adentrarse en su cuerpo y sentir cómo era hacerla suya por una noche.
Entonces ella hundió los labios en su cuello y saboreó su piel antes de separarse cuando sintieron los nudillos de una mano golpeando aquella ventanilla trasera que estaba empañada de vaho y nieve exterior.
—¿Estáis bien? ¿Os habéis quedado atrapados? —les preguntó el hombre que había reventado su cálido recoveco.
Iba vestido con demasiada ropa abultada, pero aún así lo reconocieron. Su voz era inconfundible, al igual que su preocupación. Esa que sintieron como una invasión de la intimidad que habían formado en el interior del coche.
—Será mejor que os mováis ya —dijo aquel tipo asomando una linterna enorme por la ventanilla cuando retiró la nieve acumulada del cristal—. Hace rato que os estamos esperando.
La luz les golpeó en los ojos y los descubrió en una postura sugerente que habría culminado en lo que ambos deseaban.
—La niebla está bajando, pero volverá —añadió, orgulloso de haberlos salvado—. Es ahora o nunca. Vamos, yo voy delante.
Hizo el amago de darse la vuelta, pero enseguida volvió a aporrear la ventanilla cuando algo le hizo dudar.
—Más os vale moveros —insistió—. Ya se están cansando de que desaparezcáis cada dos por tres. No es momento de que hagáis el tonto con la que está cayendo.
Esta vez la luz de la linterna los abandonó definitivamente, pero aquel viejo amigo los molestó con el claxon de su propia furgoneta. Estaba decidido a sacarles de la ventisca.
Ellos se miraron y se sonrieron con decepción mientras el deseo aún gateaba con delicadeza por sus cuerpos, pero ambos sabían que la fantasía había terminado. Estaba rota por esa noche.
—Volveremos mañana —afirmó ella apretando sus caderas contra él en una última ráfaga de deseo—. La niebla será aún más intensa, nos servirá.
Fue a besarle pero él agarró su pelo y la apartó lo justo para que el vaho de ambos se uniera.
—¿Y si mañana me cuentas otra historia? —susurró.
—Claro, siempre lo hago. Siempre son diferentes.
—¿Y si esta vez quisiera una que fuera real? ¿Una que de verdad te haya ocurrido?
De pronto volvieron a escuchar el claxon. La niebla empezó a bajar y la espesura blanca empezó a deshacerse de las ventanillas.
—Te las he contado todas —afirmó ella, consciente de que llevaban juntos demasiado tiempo como para saber todo el uno del otro.
—Todas las que me has contado han sido siempre fantasías o con partes inventadas. Ya no sé distinguir lo que es real de lo que no.
—De eso se trata, ¿no? Me pediste que nunca te aburriera.
—Ya, pero a veces soy consciente de que la fantasía al final no deja de ser una mentira.
Ella le besó con fuerza rápidamente para distraerle, introduciendo la punta de la lengua en su boca. Notó cómo él volvía a encenderse con extrema rapidez, pero el ruido de la furgoneta que los quería escoltar volvió a romper la burbuja en la que se encontraban.
—Está bien —cedió ella—. Voy a contarte una última historia antes de que regresemos a la realidad. Una que no sea mentira.
Él aceptó. Puso sus manos a cada lado de las caderas de ella y la obligó a ponerse cómoda sobre él mientras se miraban sin pestañear. Ella en cambio puso sus manos en el pecho de él. Empezó a acariciarlo. A enardecerlo. Y él se dejó llevar por su voz, por la curiosidad que le provocaba la elocuencia de sus palabras. Esa elocuencia era adictiva. Jugaba con su mente, lo torturaba y aliviaba a intervalos. Llevaba meses viviendo por esas historias. Por ese sexo espontáneo surgido en cualquier lugar y momento como si se acostara con una chica diferente cada vez. Ella tenía ese poder. Ella se convertía en quién fuese y cumplía su promesa desde el día en el que se conocieron. No le aburría. Nunca lo hacía y, muy en su interior, sabía que jamás ocurriría. Y daba más valor a eso que a cualquier otra cualidad femenina.
—Esta historia real comienza así… —empezó a decir ella—. A veces pienso en ese día. Cuando me dijiste que para que lo que tenemos empezara tenía que hacer una promesa. Me pregunto por qué no te pedí nada a cambio.
Él contrajo la mandíbula.
—¿Quieres pedirme algo a cambio ahora?
Ella asintió, bajando la mirada a su boca. La habría devorado otra vez si no se hubiera sentido tan vulnerable por las palabras que estaba a punto de pronunciar.
—Cuando las historias se me acaben, cuando la realidad se apodere de nosotros y nos coma, y la vida nos separe y el destino nos explique por qué se cruzaron nuestros caminos, quiero que me pienses. Quiero que me recuerdes siempre, sea como sea tu vida, como a esa chica de la niebla con la que viviste mil vidas. Esas que yo he creado para ti con mi cabeza. ¿Serás capaz de prometer algo así? ¿O me voy a desvanecer como esta ventisca?
Él puso una mano en su rostro, dibujando en la comisura de su boca con el pulgar. Después sintieron un golpe y supieron que aquella furgoneta, cuyo claxon ya habían dejado de escuchar a propósito, les había dado un empujón como último toque de atención. Entonces la hizo a un lado, obligándola a que se pusiera esa chaqueta suya que habían usado como manta, y salió del coche. Le hizo una señal a su amigo, que suspiró al ver que al fin le obedecían, y se introdujo en el asiento del conductor. Después orientó el espejo retrovisor para encontrarse con ella, que estaba seria y perdida, con las piernas recogidas.
—Podría prometerlo, pero… ¿qué ocurrirá si las historias nunca se te acaban, chica de la niebla? —preguntó, mostrándole una sonrisa socarrona a través del retrovisor.
Después giró la llave, arrancó el motor, volvió a poner la calefacción y regresaron a la carretera persiguiendo la realidad que los había despertado de esa perfecta tormenta, aun sin tener la certeza de si volverían a ella.
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