Como admiradora de la poesía, me gustaría hablaros de dos mujeres poetas cuyas vidas me asombran tanto como su obra.
«Mis admiradores creen que me he curado; pero no, sólo me he hecho poeta». Son las palabras que pronunció Anne Sexton cuando descubrió la poesía.
Más tarde se matriculó en un curso de escritura que impartía en Boston el poeta Robert Lowell. Allí coincidió con otra brillante futura escritora: Sylvia Plath.
Ambas compartieron sus graves problemas mentales arrastrados desde la infancia y potenciados por la vida que llevaban al intentar cumplir el sueño americano. Ese que en los años 50 en Estados Unidos consistía en ser una buena esposa y madre quedándose al cuidado de la casa.
Empecemos con Sylvia Plath. Víctima de la exigencia de su madre porque fuera perfecta y la desatención de su padre, más preocupado por su carrera que por su familia, produjeron en Plath una grave inestabilidad emocional que la hundió en una profunda depresión durante toda su vida.

Sylvia Plath
Además el fallecimiento de su padre marcaría toda su carrera literaria provocándole un vacío irreparable y una dependencia emocional primero por su madre, a la que le recriminó no haberla dejado llorar la pérdida con naturalidad, y después a su marido: Ted Hughes, que la engañó con numerosas mujeres.
Sylvia fue una adolescente obsesiva que escribía compulsivamente en su diario todo cuanto le pasaba. Se preguntaba una y otra vez por la razón de su existencia. ¿Para qué es mi vida? ¿Qué voy a hacer con ella?
Además se lamentaba de haber nacido mujer cuando al empezar a salir con chicos sufría una decepción tras otra. La sexualidad era un tema recurrente en sus relatos y en sus meditaciones.
En sus diarios escribía:
«Estoy de malas. Me disgusta ser chica porque como tal he de comprender que no puedo ser hombre. En otras palabras, tengo que canalizar mis energías en la dirección y la fuerza de mi compañero. Mi único acto libre es elegir o rechazar a ese compañero.»
Sylvia entró en una profunda depresión por sentirse dividida. No quería renunciar a su gran sueño de ser escritora ni tampoco a la oportunidad de encontrar un hombre y formar una familia.
Se sentía presionada por ser la mujer ideal que promulgaba la sociedad, pero en realidad no sabía quién era, a dónde quería ir ni podía encontrar el sentido a su existencia. Sus deseos por ser una gran escritora la perseguían, defendía su ambición y tenía esperanzas, pero a menudo se venía abajo y creía que no lo conseguiría.
Su primer intento de suicidio vino cuando la invitaron a pasar cuatro semanas en Nueva York como redactora de una revista femenina de moda. Allí le prepararon una cita con un hombre rico que intentó violarla. La experiencia en Nueva York fue tan desalentadora que cayó aún más profundo en su depresión y empezó a hacerse cortes en las piernas.
Su madre al descubrirlo, la obligó a hacer terapia por electroshock.
«Algún dios me agarraba por las raíces del pelo», narraba en sus escritos.
Después de aquello empezó a tomar somníferos hasta que un día perdió el conocimiento y estuvo desaparecida dos días. Se escondió debajo de la casa, en un lugar inaccesible, y cuando la policía la halló semiinconsciente la ingresaron en el hospital rápidamente.
Sylvia tardó mucho tiempo en recuperarse después de aquello. Escribió La campana de cristal, un libro autobiográfico aunque la protagonista tiene otro nombre. (100% recomendable si quieres leer algo diferente sobre la feminidad).
Cuando yo lo leí me impresionó tantísimo ver las cosas desde la perspectiva de Sylvia. Se aprecia perfectamente su enfermedad, cómo va cayendo poco a poco en ese oscuro abismo que le lleva a una depresión de la que no quiere salir en vez de ver la realidad: era una joven guapísima con un talento brillante que no tardó en ser valorado y respetado.
Ese éxito la llevó a recibir una beca en Cambridge donde conoció a su marido. Decía que el amor que sentía era devastador y fuerte, pero el matrimonio no le hacía ningún bien. Ted Hughes era también escritor, lo que significaba que estaba casada con un hombre brillante al que admiraba y al que seguía donde fuera, pero eso le hacía ir siempre detrás de él complaciéndolo en todo incluyendo dejar atrás la escritura para que él destacara.
Era una mujer sumisa, como diría su madre que, a pesar de sus reveladoras palabras, siempre la presionó para casarse.

Sylvia y Ted con su hija. Uno de los únicos momentos felices de su vida, según Sylvia Plath.
Poco después se convirtió en madre, no en escritora. Aunque ambas identidades eran demasiado fuertes en su cabeza y estaban bien presentes en su realidad, lo que le traía problemas con Ted, que empezó a ausentarse y a dejarla de lado.
La lista de amantes fue engordando con el tiempo y la convirtió a ella en una mujer triste y vacía al abandonarla definitivamente por la poeta Assia Wevill.
A partir del abandono, Sylvia empezó a sentir que su oscuridad volvía para quedarse. Se puso a escribir sobre la muerte sin parar e incluso le escribió una carta a su médico para avisarle.
El 11 de febrero de 1963, tras levantarse, llevó a sus hijos una bandeja con pan, mantequilla y leche. Después volvió a la cocina, cerró la puerta, tapó los resquicios con toallas, abrió el gas, metió la cabeza en el horno y se suicidó.
Escribió:
«No creía en la cura. Si el corazón es frágil, como una taza de porcelana, y una gran pérdida lo hace añicos, ni todo el tiempo y la bondad del mundo podrán ocultar las feas grietas. En cuanto el precioso líquido del amor se derrama, te quedas seca. Seca y vacía».
Su gran amiga, Anne Sexton, la otra mujer poeta de la que vengo a hablaros, afirmó al enterarse de lo ocurrido: «Esa muerte era mía».

Anne Sexton
Sylvia y Anne solían quedar para beber martinis en el Ritz después de las clases de escritura. Allí se confesaron sus intentos de suicidio y sus deseos por culminarlos con todo detalle. Porque Anne también lo había intentado meses antes de descubrir la poesía al igual que Sylvia cuando volvió de Nueva York.
Los problemas de Anne también se remontaban a su infancia. Era la tercera hija de un viajante de lanas que la maltrataba.
«La no deseada, el error
que Madre usó para evitar que Padre
se divorciara.»
Se casó con un marido que también la pegaba y tuvo dos hijas a las que pegaba ella. Al contrario que Plath, ella sí sufría un trastorno bipolar y el médico que la trató la recomendó escribir.
Tras el curso de escritura que compartió con su amiga, se convirtió rápidamente en una poeta respetada al igual que Sylvia, cuya lucha vital por encontrar su lugar en el mundo como mujer las convirtió en un símbolo para el feminismo.
Anne admiró a Sylvia durante toda su vida. Por su muerte, le escribió uno de los poemas más brillantes e impactantes que he leído y que os dejo al final del post.
Anne revolucionó la poesía estadounidense tratando temas que no se habían tocado jamás, como la menstruación, el adulterio, el incesto o la masturbación.
Era una poeta marcando un nuevo ritmo, haciéndose hueco en un mundo cargado de normas y palabras prohibidas, lo que la llevó a una vorágine de hospitales, alcoholismo, depresión y amantes hasta que se quitó la vida en 1974. Once años después que Sylvia.
A mi parecer no sabría decir qué poeta me gusta más. Los poemas de Sylvia son más líricos, más cuidados y bellos. Sin embargo, su obra es toda una biografía, lo que no es nada malo ya que puedes ver la vida que tuvo y cómo se adentró en la oscuridad a través de sus versos.
Anne deseó su éxito con fuerza, ambicionaba su talento. Aunque sus poemas no eran nada biográficos, sino más novelescos y directos, y su vida incluso hasta un poco teatrera.
Aunque si en algo coinciden completamente sus obras es en la aceptación de la muerte como una cura y una regeneración al yo oprimido que las dos poseían.
(fragmento inicial del poema de Anne Sexton)
A SYLVIA PLATH
«Oh Sylvia, Sylvia,
con una caja muerta de cucharas y piedras,
con dos hijos, dos estrellas fugaces
errantes en el pequeño cuarto de juegos
con tu boca en la sábana,
en la viga del techo, en la necia oración.
¡Ladrona!
¿Cómo te arrastraste dentro,
bajaste arrastrándote sola
al interior de la muerte que yo deseé tanto y durante tanto tiempo,
la muerte que las dos dijimos que estaba superada
la que llevábamos en nuestros pechos flacos,
de la que hablábamos tanto cada vez
que nos metíamos tres martinis de más en Boston,
la muerte que hablaba de psicoanálisis y remedios,
la muerte que hablaba como novias conspiradoras,
la muerte por la que bebíamos,
¿las razones y luego el acto tranquilo? (…)»
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